La Izquierda exquisita, así tituló Tom Wolfe un descacharrante y sarcástico gran reportaje dedicado a cómo la élite social neoyorquina se “compromete”, sensibilizada desde sus dúplex de Park Avenue, con las causas de las minorías sociales deprimidas.
En este caso retrata a Leonard Bernstein y su esposa, Felicia, cuando el célebre compositor de West Side Story organiza, en el año 66, una party a favor de los Panteras Negras. Wolfe pone de manifiesto la contradicción, que la “izquierda exquisita” se encarga de “cabalgar” sin problemas, de cómo para “visibilizar” la causa negra organizan una sofisticada fiesta en la que los imprescindibles sirvientes son… hispanos, blancos, pero hispanos. Obviando tal obstáculo, la (buena) conciencia izquierdista se mantiene intacta igualmente, creyendo que la propia performance contestataria es, por sí mismo, un acto revolucionario.
Y esta es, en buena medida, la esencia de esa “izquierda exquisita”, cabeza visible de una caudalosa corriente de opinión, el progresismo, que, en el caso de España, se perfiló y cristalizó sobre todo de la mano del, en su momento, todopoderoso grupo PRISA, y que ahora actúa a través de otros holding empresariales de comunicación no menos poderosos.
El caso es que esta “izquierda”, gauchismo la llaman algunos (por aquello de la gauche divine), es un arquetipo sociológico muy dominante, casi avasallador (con su pretensión de "superioridad moral"), de una influencia política extraordinaria, y que ahora ha dado el gobierno de España a dos partidos, PSOE y Podemos, que se mueven en este bagaje de la “izquierda exquisita”. Una izquierda que está muy lejos, por cierto, a pesar de las apariencias, del comunismo (en su sentido político leninista).
Ya Lenin había tomado distancia de ese izquierdismo cuando lo calificó de “enfermedad infantil en el comunismo”, por abominar de los horrores del capitalismo, tratándose, en realidad, según él, de un movimiento más cercano al anarquismo que al comunismo (Lenin consideraba al capitalismo como algo positivo al representar este la destrucción del estado feudal y el antiguo régimen).
Este “izquierdismo infantil”, este “progresismo”, que ahora justifica la coalición del gobierno actual de España (“gobierno de progreso”, le llamaron para asentar una colaboración poco menos que evidente, a pesar del insomnio), no busca tomar el poder para subvertir el orden burgués y transformarlo en un estado socialista (sea esto lo que fuera), sino que, más bien, busca instalarse en él para montar esas performances que nada tienen de revolucionario frente al orden burgués capitalista (un ejemplo lo tenemos en las (sobre) actuaciones que nos presenta Irene Montero, casi a diario, desde el Ministerio de Igualdad).
Es más, casi se trata de una ideología que, a pesar de su aire contestatario (o quizás por ello), supone la consagración del orden burgués, por lo que tiene de promoción de toda esa parafernalia cool, convertida en bienes de consumo, que requiere la exquisita sensibilidad izquierdista para exhibirse.
Ese mundo posmoderno, en el que la realidad se va instituyendo por un puro acto de libre voluntad individual -y cesa a capricho por el mismo acto-, es el mundo en el que la imaginación todo lo puede, al parecer, y en el que cada cual, por la propia fuerza del fiat voluntarista, se reviste de los atributos (sexuales, religiosos, culturales, etc) que más le apetezca.
Es un mundo en el que, por lo visto, no rige el principio lógico de no contradicción (en general, la lógica, cuyo carácter apodíctico es casi fascista, es sustituida por una especie de estética sentimental, privilegiando el espontaneísmo y la intuición), de tal manera que cualquier definición en seguida es sospechosa de rigidez arcaica, obsoleta, propia de “tiempos pasados” (y que en España se asocian, invariable y automáticamente, con el franquismo).
El mundo posmoderno es un mundo flexible, versátil, “líquido”, si se quiere, en el que cualquier identidad se puede subvertir en nombre del “derecho a la différance”. Así como te sientas, eres; y así como eres, tienes necesidad (y derecho) de mostrarte.
Pues bien, esta ideología instagramer, lejos de presentar una oposición al capitalismo de consumo (con su mercado pletórico de bienes), lo que hace es servir de aceite ideológico perfecto para que el establishment capitalista funcione -como funcionaba el capitalismo a todo tren cuando la élite neoyorquina montaba una fiesta en Park Avenue-, presentando como revolucionario un modelo de “consumismo transgresivo” (así lo ha llamado Adriano Erriguel en un reciente, e iluminador, libro), que, en el fondo, responde al arribismo de las clases medias producido con el triunfo del capitalismo. Un ascenso de la clase media que, como tantas veces se ha dicho, ha supuesto el fin, la tumba, del comunismo.