En 2018 muchos hombres nos asomamos al feminismo con una mezcla de admiración y remordimientos. La marea violeta fue el azogue necesario para situar nuestra masculinidad frente al espejo de una sensibilidad pujante, cimentada en el hartazgo del machismo.
Comprendimos con bochorno que las cifras de la desigualdad y de la violencia son consecuencia de nuestra cultura, lo que no dejaba ni espacio ni pretexto a esas costumbres, comentarios, bromas y miradas con que los hombres aprendimos a preservar nuestro dominio del mundo.
Empezamos a conocer palabras ahora de uso corriente como patriarcado, sororidad, machirulo… Esas palabras con que las mujeres decían basta y se acabó. Aquel 8-M resultó aleccionador. Si la anécdota conforma la categoría, si mi actitud construye tu sometimiento, resulta perentorio corregirse en los detalles, en los modales. Esta fue una enseñanza que obligaba a cambiar, y a no tolerar también.
Claro que hubo y hay actitudes risibles, serpentinas absurdas e impostoras estridentes y poco leídas en el movimiento. La exageración y el folclore son vehículos de la agenda pública; y la ignorancia y la prepotencia no son atributos privativos de los hombres. Pero quien más quien menos, digo, todos nos vimos impelidos o invitados a revisar nuestro pasado y a resituar nuestro presente a la luz de un código moral y una sensibilidad más exigente y evolucionada.
Ahora parece que aquel diagnóstico y aquella vocación de lucha muere de éxito sin apenas haber servido para agitar las conciencias de los hombres en una sociedad penetrada de desigualdades de género. Esa admiración de hace dos años degenera en desapego y sarcasmo frente a cualquier requerimiento de autoexamen porque lo que parecía un avance civilizatorio, la conciencia feminista, se está convirtiendo en una guerra civil que se airea en los periódicos.
La contienda ofrece tantos frentes que resulta fácil perderse. Por un lado, feministas tradicionales de cultura social progresista. Por otro, feministas liberales dispuestas a la reforma pero refractarias a la protesta y la revolución. Por allí, radicales devotas de Flora Tristán y Alexandra Kollontai. Y por allá, transexuales hastiadas de su postergación, junto a queers partidarias de la autodeterminación de los géneros y otras vituallas teóricas.
Las dificultades para fijar posición respecto de la prostitución, los vientres de alquiler o incluso la pornografía parecen lógicas, dada la complejidad de estas realidades, y no deberían servir de pretexto para el enfrentamiento.
No es precisa la moderación, pero sí el sentido común y la inteligencia femenina, que suele ser pragmática. La causa de la igualdad puede serlo también de homosexuales, bisexuales, transexuales y personas racializadas, víctimas todas de una inveterada marginación. Vaya por delante que señalar una injusticia no es “victimizarse”, sino impedir que se normalice. Sin embargo, abrir en exceso el debate puede acabar desvirtuándolo.
Cualquier persona juiciosa les diría que no dén armas al enemigo. Que no desanden el camino recorrido ni den pábulo a ese proclive desentendimiento de los machos. Que laven los trapos sucios donde el refrán; y aquí no me atrevo a precisar si casa o en ese ansiado cuarto propio que reivindicaba Wolf porque la vivienda está imposible. Más importante que la intensidad del embate es enfocarlo en la buena dirección.
A los hombres podéis tenernos más o menos al lado, aprendiendo y compartiendo. O más o menos de lado, perplejos, trasegando los chistes de siempre, y sin entender de qué va la vaina.
Por mi parte, qué menos, os quiero libres y seguras, acompañadas o solas, puestitas o serenas. Qué gran lema y qué oportuno.