Le temo a la España de los balcones como a un nublao. En mi barrio ya han empezado a establecerse comunicaciones a gritos entre los vecinos por las ventanas. Y me pasan vídeos escalofriantes de zapateados flamencos y de instructores de actividades varias, en plan animadores de hotel (esos que convierten muchos hoteles en un infierno).
No hemos llegado aún a lo de Italia, en que todas las fachadas son un show, pero le temo. Yo aspiraba a un confinamiento feliz, pero voy a tener que ponerme los auriculares con las suites para clavecín de Bach como escudo sonoro, como cuando voy a los chiringuitos.
No hice lo de Proust, que es insonorizar la casa con planchas de corcho, y ahora ya no me da tiempo. En realidad, no lo quiero. Aunque el ruido es irritante con frecuencia, viene bien: es el aviso de la vida. La vida que intenta sacarte de la página.
Por experiencia sé que cuando la página es de verdad buena te absorbe y no oyes nada. El ruido tal vez te está diciendo que no deberías seguir. Otras veces lo oyes pero es un acompañamiento más que una agresión: pájaros, niños, algún motor, algún perro, televisores lejanos, gente que cruza. Entonces se escribe con una sensación gustosa de no estar solo en el mundo (aunque el mundo no te lea).
Proust puede valer para la idea de que todo el tiempo lo llevamos dentro y que podemos meternos ahí a investigar. La cuarentena nos sabría a poco. El Proust del que me acuerdo, sin embargo, en estos días del coronavirus no es Marcel sino su padre Adrien, experto epidemiólogo. Benefactores los Proust, cada uno a su manera.
En el frente de la epidemia están y estarán los enfermos, el personal sanitario, las autoridades, los abastecedores de alimentos y de medicinas: para ellos es el esfuerzo, el agotamiento, el dolor. El resto únicamente debemos cuidar de nosotros mismos y, si los tenemos, de algunos seres cercanos; nuestra mayor ayuda es no contagiarnos ni contagiar, no estorbar. Ser cortafuegos. Una solidaridad que se ejerce mediante la soledad. Aquí la práctica de la virtud nos abre un espacio para nuestras cosas. Estamos confinados por obligación, pero podemos transformar nuestra obligación en un gusto.
El problema es que muchos solo sabrán hacerlo de un modo expansivo, armando jaleo en sus encierros. Torturando a los Proust que tengan de vecinos sin sus planchas de corcho. (Tampoco habrá tantos, para qué nos vamos a engañar).
Va a ser un experimento ver cómo los mediterráneos aguantan una vida noruega. Ahora distrae un poco la simple novedad, pero pronto harán mella la acumulación de los días. Y probablemente las terribles noticias del exterior. Y el abyecto y repulsivo espectáculo al que venimos asistiendo: el de la peste ideológica (incluida la nacionalista), que durará más que el coronavirus.
En cuanto a mí, solo lamento no estar en el ventanal soleado con vistas al mar que me prestan a veces. En mi ventana cotidiana da el sol apenas un rato, hacia la una de la tarde, y el mar no se ve. Pero ya me ha dado mucho el sol y he visto mucho el mar. Y será glorioso reencontrarme con ellos después, cuando todo esto se acabe y llegue el efecto rebote que dicen, como en el fin de las guerras.