A este gobierno nuestro, histrión y tramoyista, le acaba de atropellar la realidad.
Cuando más felices se las prometían, cuando más entretenidos los teníamos haciéndose los héroes y defendiéndonos de amenazas apocalípticas de inusitada urgencia -como el terrorismo machista- con medidas firmes, contundentes y despiadadas -como dejar de utilizar el masculino plural- se nos viene encima el Armagedón en forma de pandemia.
Ellos, que lo tenían todo controlado y que iban a dirigir este país desde la épica cinematográfica, con la inestimable ayuda y ejemplo de House of cards o Game of thrones, donde la narrativa es lo importante, y les cae encima, pobrecitos míos, la mayor emergencia sanitaria de los últimos tiempos.
¿Y cómo lo abordan? Pues con un equipo diletante de filósofos, asesores de imagen, expertos en comunicación y activistas varios. Por supuesto. Algo así como si hubiésemos mandado al frente, a luchar al barro, a una tísica Marie Duplessis vestidita de domingo y armada hasta los dientes de ramitos de camelias. Un primor.
Y entonces nos sale el presidente, tarde, afectado y sobreactuado, anataliadicentado incluso, a leernos directamente del teleprónter un Real Decreto por el que se declara el estado de alarma después de siete horas peleando cuotas de poder entre PSOE y UP, de luchas intestinas de la coalición por las que Iglesias, saltándose la cuarentena, se plantó allí, en contra de cualquier recomendación sanitaria, en claro paradigma de contraejemplaridad pública. Un texto plagadito de inconcreciones, de medidas vagas y por definir, aumentando la incertidumbre entre la población.
Eso sí, se nos marca después un speech relamido, una arenga impostada -esos movimientos de manos, esos levantamientos de cejas, esos mohínes ensayados- alentando a derrotar juntos al virus, como si él fuera el presidente de USA y nosotros los americanitos de Independence Day ante una invasión alienígena. Qué bochorno.
Dos minutos y diecinueve segundos dando las gracias, una tras otra, enumerando a cualquiera que haya hecho o podido hacer algo de positivo (incluyendo lavarse las manos), intentando resultar emotivo y coqueteando, por contra, con lo caricato. Nunca antes la épica resultó tan patética.
Es lo que ocurre cuando no se tiene sentido de Estado, cuando el poder se ostenta como privilegio y regalía, en lugar de como servicio y deber. Es lo que pasa cuando se cronifica el Dunning-Kruger o a la tercera más guapa del barrio la convencen en la peluquería de que más allá de Parla podría ser Miss Universo. Cuando te gusta salir en las fotos haciendo como que haces mucho más que estar haciendo.
Es lo que sucede cuando le das las llaves del coche a las cinco de la mañana al amigo dipsómano y narcoléptico, pero guapísimo, del grupo. Que a la que te das cuenta vas a toda hostia cuesta abajo, sin frenos y nadie al volante. Y mientras tú gritas aterrado, él se atusa el flequillo.