Cuando el Apocalipsis llegó, nos quedamos en casa. Los días no eran ni largos ni cortos, ni siquiera eran días. Oscurecía más tarde, dejamos de ser alcohólicos sociales para ser borrachos solateras (De Ory dixit) y comprobamos que somos solidarios por encima de las estadísticas.
Lo que pasa es que sentimos en el pecho una llamada animal a pisar las calles nuevamente, a apresar ese sol que no entra en el semisótano, a soñar en libros que no leímos y a volver a ese amor de la adolescencia por videollamada en plena eclosión hormonal y proustiana. Con grumos en el alma.
Lo peor del confinamiento no son los bandazos de Simón, con voz de ultratumba y datos más falsos que una escopeta de feria; lo peor de este secuestro sin principio ni final tampoco es que nos roben el mes de abril, ni que aquel amor juvenil juegue con sus niños que no son los tuyos. Lo peor no es que Sánchez ponga cara de palo y repique su vacío a la hora justa en la que al español se le calientan los balcones...
Lo peor, sí, son los cursis. Los cursis y poetas de Rota o de Almudena que aparecen venteados por las redes como una cacelorada de ripios y culpando al personal de lo de Lorca. Y gente que les aplaude y pasan así la tarde afeitándose neuronas.
Lo peor es que concurren circunstancias excepcionales y no, no queremos leer a Camus, queremos Torrente y cañí, y hacernos una maratón de películas del Maki o de Ozores y contemplar aquella felicidad tonta del destape y la Transición.
Los poetas españoles, una subrama de titiriteros con menos dones y peritos en cursilerías, han descubierto la trascendencia, Dios, la trascendencia, tartamudeando en Instagram ese poema de un poemario (sic) que se premiaron ellos mismos y con cargo al contribuyente. Y por ahí entra la microbiada, que lo sabemos.
Yo, frente a estos macarras de la moral, pálidos ecos de Sabina, voy creando un reallity con mi compañero de piso Juan de Dios, y Enrique, vecino y pícaro que tuvo la menopausia cuando el Curro de la Expo o el Cobi de Mariscal. Entre los tres sumamos doscientos años, y pasamos noches memorables en el esperpento, que es un estado del alma. Confinados pero libres, a metro y medio bajo tierra y con el TDT oscilante.
Se trata de que somos la última guarida del humanismo en tiempos de catástrofe: lo que más podemos llegar a ser, y todo a dos semanas de bendecirnos con el 8-M, cepa del bicho que mató la presunción de inocencia con una parpusa en lo alto y una tasa de contagio que da vergüenza contar. Y parece que fue ayer.
Si hemos de viajar a las regiones celestes y bajar al nichi, mejor dejar las cosas claras. Los cursis son un peligro público y cuando más oscurece se dedican a hacer rimas de la experiencia. Nadie nos subvencionó el pico.