Tercera semana de confinamiento. Hoy probablemente lleguemos casi hasta los diez mil muertos.
Cunde el desánimo. Ya no hay sorpresa ni atractivo ninguno en quedarse en casa. Los que trabajaban en la calle hasta el domingo, empiezan a conocer el aislamiento de verdad, y los que no, ya han ordenado todos los armarios, jugado a todos los juegos de mesa que languidecían en los altillos, cocinado todos los bizcochos que son capaces de comer, visto todas las series que querían ver y las conversaciones en videoconferencia múltiple empiezan a llenarse de silencios que nadie se pelea por llenar. Menos mal que el aplauso agradecido –ese conjuro diario a lo único bueno que ha traído esto– no languidece.
Aun así, las rutinas como salvavidas y las noticias como enemigo porque entristecen, porque asustan, porque enfadan, porque nos llevan a conclusiones en las que la enfermedad, aunque importa y mucho, no es el peor peligro al que nos enfrentamos. Tiene el rostro del Gobierno, de la información sesgada, censurada, del cambio de paradigmas a golpe de decreto y sobre todo, de las penurias que nos vienen, las que pronto se resumirán en un “Se traspasa”.
Mientras tanto, nos acercamos a la alegría del Domingo de Ramos sin palmas, sin cánticos y sin ropa de estreno, con el paso apagado y vencido del Viernes de Pasión y con el ansia, a pesar de todo, de la Pascua de Resurrección.
La muerte en soledad se me antoja la peor de las caras de esta pandemia. No poder despedirse, negarse ese último contacto, esa rectificación a tiempo, todo el amor que ha quedado por decirse y hasta ese perdón que quedó pendiente. De un día para otro. De la mirada esperanzada al luto. Sin transición.
Y esas mujeres y hombres, formados para curar, para acompañar y sólo de vez en cuando, para ver morir, firmando una defunción tras otra y llevándose a su casa, además de la marca casi indeleble de la mascarilla, todo el peso del dolor ajeno y del propio, sin más tregua que ser ellos mismos baja e incluso así, con el sentimiento de culpa de creer que han puesto en riesgo a los suyos.
¿Y los ancianos? Bendito país de abuelos, bendita sociedad en la que para la mayoría, la edad no debe ser objeto de descarte. Bendita gente a la que le duele la muerte y hasta la soledad de los ancianos. Bendita comunidad que reconoce su deuda con sus mayores, con los que trabajaron para que tuvieran un presente mejor que el de ellos y que cuando vinieron mal dadas, cuando ese presente dejó de tener futuro, compartieron su pensión y su casa con hijos y nietos, sin preguntar.
Sorprende en países como Holanda y Bélgica, en los que la eutanasia es costumbre – también a progres neomalthusianos que con falsos pretextos la promueven–, ese empecinamiento nuestro en dedicar recursos médicos a gente que tiene –a su entender– los días o los años contados. Ese derrochar –en su opinión– esfuerzos y medios en gente que ya no vale la pena.
A todo eso ellos le llaman derroche. Nosotros preferimos llamarlo humanidad, sin más. Probablemente el único y mejor fruto que esta pandemia nos ha traído y que, junto con la compasión, nos reconcilia con el dolor y la desesperanza.
Tercera semana. Una oración por los que nos han dejado. Otra por los que luchan. Y un aplauso, y otro, por los que nos cuidan.