Fabricar mascarillas en China seguirá siendo más barato que fabricarlas aquí. También fabricar equipos de protección o respiradores para las unidades de cuidados intensivos. No tener reservas estratégicas de estos materiales, como hacíamos hasta ahora, también será más barato que constituirlas. Y mantener nuestro número de camas hospitalarias, normales y de cuidados intensivos, así como el de sanitarios necesarios para atenderlas, en un nivel justito que se vea desbordado cuando sobrevenga una emergencia como la que acabamos de padecer, también nos saldrá mucho más económico que aumentar esa dotación.
Sin embargo, y visto lo visto, si nuestros gestores públicos no asumen esos sobrecostes, financiándolos como sea preciso, y nos volvemos a ver como nos hemos visto en este marzo negro de 2020, no podrán librarse fácilmente de la acusación de incurrir en una negligencia criminal y hasta un delito de lesa patria.
Y esto es así no sólo por razones de humanidad y decencia, sino porque esos supuestos ahorros sólo lo son sobre la base de unos cálculos manifiestamente erróneos, de unas cuentas mal hechas con las que nos hemos hecho a dejarnos engañar. Unas mínimas economías a corto plazo han contribuido a provocar un colapso de nuestro sistema sanitario que nos ha costado, según las estimaciones actuales, un quebranto del 6 por ciento del PIB, o lo que es lo mismo, 111.000 millones de euros. Imagínese el margen que esa suma ofrece para que nos hubiera convenido mejorar nuestra capacidad de atender enfermos y de proteger a nuestros profesionales y ciudadanos, con la probable y sensible reducción de la mortalidad y las pérdidas que ello supondría.
Y es que los apóstoles de ciertas economías, o de una cierta forma de ver la economía, juegan una y otra vez con la trampa metodológica de no considerar los costes a largo plazo y mucho menos la provisión de las contingencias que, como hemos visto en este caso, son algo más que hipótesis remotas. Así es como les salen las cuentas, y como escatiman a la comunidad unos recursos que suelen acabar en los bolsillos de esos espabilados a los que luego, cuando vienen los platos rotos y las vacas flacas, no se les pasa la factura correspondiente. Esta se pone, como siempre, al cobro de los contribuyentes cautivos: es decir, las clases medias y trabajadoras, que tras saborear poco las mieles de la prosperidad han de apurar la hiel de la miseria.
Cuando la epidemia pase y podamos ponernos a ingeniar modos de salir del agujero, no sólo nos va a tocar robustecer y asegurar lo único que nos puede salvar la próxima vez que un virus decida ponernos a prueba: también será necesario pagarlo, y aprender a calcular mejor los costes reales que tiene nuestro modo de vida, en el mundo y la coyuntura en que nos hallamos, porque no hay otros. Esta vez convendrá hacerlo bien: a corto y a largo plazo, en la bonanza y en la adversidad. Y esos costes también convendrá calcular mejor cómo se cubren, para que el reparto de la carga deje de ser tan sistemáticamente favorable al más fuerte, tan reiteradamente oneroso para el más débil.