Sánchez se enfrenta en estos días a un dilema no previsto. El dilema es claro: si pacta reformas con la oposición se rompe su alianza con la extrema izquierda y los separatistas; si no es capaz de lograr un acuerdo con Casado y Arrimadas, será su responsabilidad y continuará su desgaste político sometido a unos impresentables compañeros de viaje.
Además de su desprestigio por su torpeza para hacer frente a la crisis del Covid-19 (España tiene el récord mundial de fallecidos por millón de habitantes), Sánchez tiene que gobernar sin presupuestos aprobados y con los recursos limitados de unas cuentas públicas incapaces de cumplir múltiples compromisos. Está por ver su capacidad de alcanzar acuerdos con la oposición en una situación de emergencia nacional.
Por si fuera poco, sus socios de gobierno de extrema izquierda, en una estrategia populista de convertir a los asalariados en asistidos, están empeñados en hundir todavía más a las empresas y a las arcas públicas con la llamada renta universal cuando va a ser casi imposible mantener los salarios de los funcionarios y el pago mensual y extras a nueve millones de pensionistas. Y todo ello con un gobierno tan numeroso y duplicado que casi no entra en la enorme mesa del Consejo de Ministros de la Moncloa.
Lo peor que le puede acontecer a un presidente del Gobierno es enfrentarse a un dilema, es decir, dos malas salidas de un problema. Si toma una solución mal; si toma otra, también mal. Siempre a perder… salvo que traspase a un tercero su dilema.
Así se ha ideado el nuevo Pacto de la Moncloa. Si Casado, Abascal y Arrimadas no van a la Moncloa, quedan como políticos insolidarios, hostiles a una solución acordada; si van y se hacen la foto con Sánchez, éste consigue diluir su responsabilidad y el descontento de los españoles en el conjunto del arco parlamentario.
La operación más hábil y reciente de convertir un dilema propio en un dilema ajeno fue el referéndum de la OTAN. El PSOE y González construyeron su mayoría absoluta de 1982, en parte, con la promesa de un referéndum para salir de la OTAN. La estancia y disfrute de la Moncloa pronto convencieron a buena parte del PSOE que abandonar la OTAN era un despropósito. Un proyecto de modernización (reconversión industrial) y europeísmo (entrada en la CEE) se compadecía mal con el infantilismo anti atlantista defendido por el PSOE: “OTAN, de entrada, no”. Si no convocaba González el referéndum, incumplía un compromiso electoral; si lo convocaba, el PSOE tenía que defender lo contrario de lo que venían proclamando desde 1975.
González convirtió el referéndum de salida de la Alianza Atlántica, que había prometido en la campaña electoral, en un referéndum de permanencia en la OTAN con algunas limitaciones retóricas: no desarrollar armas nucleares (tema ausente de la agenda política), no entrar en la estructura militar y promover la limitación de fuerzas y bases norteamericanas en España. González traspasó su dilema a Manuel Fraga y a Alianza Popular: si la derecha votaba sí, se interpretaba como un apoyo al gobierno y si se abstenía o votaba no, AP quedaba ante la opinión pública occidental como anti altlantista.
Fraga mordió el anzuelo, se abstuvo, y lo que había sido un triunfo parlamentario de la derecha española, de la UCD, de incorporación de España a la OTAN, pasó a ser un triunfo internacional socialista, del PSOE, y dejó a la derecha española en una posición imposible ante los Estados Unidos.
El triunfo en el referéndum (52% a favor) facilitó a Felipe González, a pesar de la corrupción desatada del PSOE, repetir mayoría absoluta en 1986; España conoció un periodo de crecimiento económico desde 1985 hasta 1992 y el PSOE permaneció en el gobierno hasta 1996.
El rectificado izquierdismo internacional del PSOE culminó, ni más ni menos, en 1995, con la Secretaría General de la OTAN en manos del socialista Javier Solana a quien no dolieron prendas en bombardear Yugoslavia en 1999. Curiosa forma de no entrar en la estructura militar de la Alianza.
Por el contrario, el camino infantil de antiamericanismo primitivo de Manuel Fraga culminó con su viaje a La Habana en 1991 y con una invitación a Fidel Castro a jugar al dominó y compartir una queimada con el dictador caribeño en Galicia, en 1992.
El dilema hoy lo tiene Sánchez. Si continúa y se pliega a las exigencias de Iglesias Turrión, arruina España e inicia una deriva de inestabilidad política; si acepta la posición reformista de Arrimadas y Casado tiene que romper con separatistas y la extrema izquierda. Por ello es esencial que la oposición no acepte la foto de la Moncloa sin condiciones previas: gobierno de gran coalición, elecciones generales en plazo fijo o un programa contrastado y efectivo de iniciativas inequívocas en la dirección contraria de las propuestas por sus actuales socios de gobierno. Es más: un acuerdo de fuerzas parlamentarias debería realizarse en el Congreso, en la Carrera de San Jerónimo.
Se trata de aprender de la experiencia. El pacto propuesto por Sánchez, limitado a una foto de familia, es una trampa para elefantes. Antes de la foto de la Moncloa para la dilución de la responsabilidad del gobierno, conviene aceptar el reto, iniciar la negociación, poner condiciones razonables y vencer ante la opinión con argumentos proactivos, claros, breves y positivos, de modo que el dilema de Sánchez no se convierta en un dilema de la oposición.