Por lo que sabemos, desde su debut en algún momento del otoño de 2019, el coronavirus de nuestros pecados estuvo unas cuantas semanas rulando sin control por Wuhan y la provincia de Hubei —y es de suponer por el resto de China, gracias a quienes viajaran desde allí—. Los muchos asintomáticos, y el inicial empeño de las autoridades locales por ocultarlo, así lo propiciaron.
Se dice que en esa fase, antes de que finara el año, viajaron los primeros portadores que lo trajeron a Europa. Sobre esta premisa, similar a la registrada en Italia, España, Reino Unido y Estados Unidos, con sistemas sanitarios de fortaleza dispar, pero nada desdeñables, no cuadra la desproporción que existe entre las muertes que reporta China y las cifras pavorosas que ya han alcanzado en cada uno de esos cuatro países.
Las autoridades de Estados Unidos, Francia y Reino Unido empiezan ya a plantear sin tapujos que China ha ocultado al mundo la verdadera dimensión de su emergencia sanitaria, lo que de ser cierto supondría una práctica de desinformación que unida a la novedad del virus habría aumentado la vulnerabilidad de otros países ante la epidemia. Si al desconocimiento sumas un conocimiento erróneo propiciado por terceros, no cabe duda de que tus opciones de éxito se ven bastante disminuidas.
De hecho, los únicos países que han conseguido encajar de manera más o menos airosa la pandemia son aquellos que por alguna razón han sobrerreaccionado frente a la amenaza y se han curado en salud. Es el caso de Corea —escarmentada por otro virus—, de Alemania —que tiene una largueza de recursos de los que el resto carece—, de Grecia —que extrema en estos casos la prudencia por lo contrario, su depauperado sistema de salud— o del Véneto —con cifras favorables respecto del resto de Italia por contar con un sistema de prevención diseñado para otra enfermedad infecciosa allí frecuente—. Salvo en casos así, los gestores de la crisis han ido a ciegas, o peor aún, engañados, lo que podría explicar y disculpar en parte sus errores.
No cabe duda de que este planteamiento, además de sus posibles repercusiones diplomáticas en la relación con el gigante asiático, puede acabar convirtiéndose en una excusa ventajista; sobre todo cuanto más tardía haya sido la reacción del líder de turno y cuantos más países precedieran al suyo en la debacle.
Por lo que toca a nuestros líderes, andan en la gama media, con el aviso de Italia, anterior pero tampoco tanto a la adopción de medidas drásticas de confinamiento. Pese a todo, el debate al respecto se ha vuelto airado y ya estamos en la fase de querer sepultar al gobierno bajo una pila de cadáveres. A ello ayuda el propio gobierno, cuando opta por la opacidad o niega evidencias, como la que apunta a que el 8-M no estuvo prudente; una actitud que convendría replantear, con el recuerdo de lo mal que le salió a algún otro tratar de negar evidencias otro mes de marzo.
La rendición de cuentas y la exigencia de responsabilidades son en todo caso insoslayables, en un sistema democrático que carece de los resortes excepcionales para negar los hechos de los sistemas autoritarios. Pero tal vez no debamos apresurarnos a pedir cabezas, antes de esclarecer si los acusados fueron o no víctimas de una desinformación achacable a malicia ajena.