Por quién doblan los balcones. Eso habría que preguntarle a los porretas de arriba, los que tienen colgado un plátano de peluche de la terraza, a la italiana que fuma en bikini en las largas tardes que salen de sol. Los balcones, ya en sordina, se nos han vuelto una rave de gente tan desinformada, tan nini, que ni siquiera consume esos bulos que tienen una verdad exagerada dentro.
Los balcones ya no suenan a cencerro lo que antes sonaban, y así se va quedando el clima perfecto para que Marlaska dé sus versiones de los hechos que siempre, desde que negó mi moratón con la gente de Cs en el Orgullo, siempre pongo en cuarentena.
Los lapsus picoletos, las lágrimas de los pistolos, el circo del astronauta y del epidemiólogo son de una ternura a lo Iván Redondo, un gurullo que vende Sánchez entre muertos sin plañideras como podría vender medias a señoras liberadas en los 50.
Lo que sé es que lo que pasa por encima de mi sótano es un largarto guarro de días sin sol, noches sin lunas, perros reiterados y esos balcones que ya digo que ya no suenan.
En el confinamiento uno tiene ya las pupilas acostumbradas a lo inmediato, el alma se nos vuelve covachuelista y hay una zoología de cucarachas mínimas que no se van ni con Cucal ni con Orfidal.
Mi compañero de piso pasa de los 70 y llora, cada tarde, en esos westerns crepusculares y baratos que le echan desde la televisión de los curas: cuando sale la calandria o el ruiseñor, Sánchez o Montero, el televisor se pone en silencio para evitar el colapso nervioso.
Nadie nos ha compadecido a los de la España confinada en los sótanos, con verdinas en el alma y el sueño partido en esa nebulosa en que pasamos las semanas hasta que llegue el día de la liberación y nos multen por un vago clamor de protestas inconcretas.
Los balcones callados, quizá, puedan ser una madurez del pueblo español que se ha vuelto cartujo, ensimismado, y eso es algo que ganamos cuando la Historia nos ha enseñado que los grititos y las multitudes y los sobacos empoderados de aquel 8-M no trajeron la igualdad, no, sino la marabunta y este presidio en nuestras cuatro esquinas cotidianas.
Que sí, que habría que preguntarse por quién doblan los balcones, los pocos balcones. Los balcones no doblan por nada, y ése es el problema de esta España anémica de pactos, cojitranca de futuro. En recesión y puteada sin unos bares que eran mi todo. Perdonen la tristeza.