Detesto la palabra “glamour”: me suena a perfume agresivo y a perlas, a chales de plumas y a flashes. Hay algo cínico en el glamour, algo como falso y rimbombante, no sabría bien cómo decirles: algo hipócrita. Hasta sonoramente el concepto resulta pegajoso, impostado, labial. Otra cosa es el estilo.
Lo pensaba una de las noches del siglo que llevamos encerrados viendo Las consecuencias del amor, de Paolo Sorrentino. El protagonista, Titta Di Girolamo -interpretado por Toni Servillo- es un tipo que lleva ocho años viviendo en un hotel suizo. No hace nada, no trabaja, no va a ninguna parte: sólo fuma en la cafetería mientras implora con el gesto a que nadie le interrumpa, sólo se pincha heroína en la escueta habitación una vez a la semana -aunque no es exactamente un adicto, más bien es un métodico-.
Titta Di Girolamo, en realidad, está preso: lleva confinado ocho años en una vida que no es la suya. No se implica, no ejerce, no milita en ninguna parte. Deja pasar los días. Es un turista denso, persistente: en el fondo no habita. No es joven ya, no es bello, no es -en absoluto- simpático, pero es algo mucho mejor, más largo, más abstracto: es un hombre con estilo. No sólo por sus jerséis oscuros, su calvicie cana o sus magnéticas chaquetas de cuadros. Más bien por esa forma en la que mira a través del cristal, por esa forma de abstenerse, por esa forma rabiosamente silenciosa de luchar contra la frivolidad. Contra las preguntas indiscretas. Contra el mal gusto, contra la exageración. Contra la nadería. Contra la mala educación. Contra todas-las-intromisiones.
Más tarde entendemos que él también estaba atrapado, como nosotros, porque las cárceles adquieren las más perversas y variadas formas. “La peor cosa que le puede pasar a un hombre que ha pasado mucho tiempo solo es no tener imaginación. La vida, ya de por sí aburrida y repetitiva, se convierte, al faltar la fantasía, en un espectáculo mortal”, dice Titta. Y era cierto: hoy lo comprobamos en nuestras carnes aplatanadas. Nos estamos agarrando a las ideas porque el mundo tangible se nos ha prohibido.
Es cuando el protagonista se enamora -cuando asume un riesgo capaz de sacarle de la rutina pero también de destrozarle, es decir, cuando empieza a “no subestimar las consecuencias del amor”- cuando el sistema al que se había rendido hace años se tambalea. El sistema, en su caso, era la coacción de la mafia. En el nuestro, el sistema es la vida digital que nos espera, el pánico electrónico, los microchips, las apps de localización, la sensación de sentirnos catalogados, marcados como reses por todo el cuerpo. El estado de alarma moral, la violencia injustificada de la policía, el pavor al otro, las relaciones quirúrgicas.
Ya hemos visto limitadas nuestras libertades de circulación y de reunión, ya hemos escalado el pánico, y ahora temo que esa opresión temporal y legítima deje secuelas futuras en nosotros: el servilismo. La mansedumbre. Temo que, cuando acabe el confinamiento, cedamos nuestra intimidad y nuestras rebeldías ante una seguridad que siempre es ficticia. El protagonista de Sorrentino no estaba, en absoluto, a salvo. Sólo lo parecía.
Si algo podemos apreciar de Titta Di Girolamo es que, al final, deviene insobornable. La libertad es algo extraño: quizá para experimentarla de verdad haya que dejarse enterrar en el cemento, quizá haya que perderlo todo para olerla de lejos, quizá sea la última cáscara que quitarse justo antes de la muerte o del ostracismo. No es un fracaso, es un desafío. Y el desafío -no cabe otra- sólo puede hacerse con estilo.