¿Tiene ideología la pandemia? ¡Vaya si la tiene, y la trae de fábrica! El virus es darwinista, evolucionista, no negacionista, megafeminista, estalinista, eugenésico, eutanásico, mutante (como nuestro Presidente) y tirando a nazi. Persigue lo que en la Alemania de Hitler llamaban solución final. Se ensaña con los varones, los ancianos y los enfermos.
Primera premisa: los mayores (eufemismo aplicado a quienes somos viejos) son un hándicap para la economía. Ya saben: el costo sanitario, las pensiones y demás vainas. Si no existiéramos, el mundo sería más próspero y el futuro no tan incierto.
Segunda premisa: somos carne de cañón para el contagio y el resultado de éste suele ser funesto.
Tercera premisa: ya hemos colmado la cuota y además, qué coño, nadie nos quitará lo bailado. El ancianicidio, pues, está servido.
¿Darwinismo, decía? ¡Pues claro! Es la supervivencia del más apto. Hasta aquí, la teoría, cuya racionalidad es implacable. Pero luego llega la hora de las decisiones y se meten por medio los valores, la decencia, el respeto, la equidad, la misericordia, la gratitud, el afecto, la religión y hasta el sentido común.
Estúpidas, por insensatas, y abyectas, por su inmoralidad, son las medidas de discriminación aritmética con las que las autoridades políticas y sanitarias, fundidas por el despotismo imperante en una sola deidad bifronte, escalonan la desescalada.
Arbitrario e injusto ha sido ya distinguir entre los chavales de trece años y los de catorce, pero aún más injusto y arbitrario sería impedir que los mayores de sesenta y cinco salgan de su enclaustramiento. El Registro Civil no define a las personas. Hay gentes que nacen viejas y viejos que mueren jóvenes. Cuestión de carácter, de genética, de estilo de vida y de actitud ante ésta.
Conozco, por ejemplo, a una persona que tiene ochenta y tres años, acaba de escribir un libro de seiscientas cincuenta páginas, interviene en programas de radio, da conferencias, dirige encuentros filosóficos, publica dos columnas de prensa a la semana, trabaja catorce horas al día sin descansar ni uno, tiene un hijo de siete años, del que se ocupa como debe ocuparse un padre, y una novia de veintisiete (hay un bolero que dice que el hombre tiene los años de la mujer que acaricia), acaba de fundar un semanario digital que leen sesenta mil personas, tiene treinta y dos mil seguidores en Twitter, come con apetito, duerme ocho horas, paga sus impuestos, se hace cada tres meses un minucioso análisis de sangre cuyo resultado es de cine, no fuma, no es diabético, pesa sesenta y cinco kilos y hasta saca tiempo y energía para hacer treinta y cinco minutos diarios de cinta a una velocidad de cinco kilómetros por hora. De todo ello puedo dar fe.
¿Van a impedir las autoridades que ese hombre salga a la calle, lleve a su hijo a un museo, pasee con su novia cogida de la mano o, cuando los restaurantes abran, acuda al japo que más le guste para engullir una bandeja de sushi?
Él no va a contagiar a nadie, pues si cogiera el virus se encerraría en casa o en el hospital que le corresponda. ¿Corre riesgos? Sin duda, pero eso es asunto exclusivamente suyo. Una sola persona pesa tanto como una multitud. Ténganlo en cuenta las autoridades, porque la democracia también es eso.
El médico de Stevenson chequeó en cierta ocasión la salud de éste y le dijo: "Si sigue usted llevando la vida que lleva, morirá joven". Y Stevenson, que era noctívago, mujeriego, borrachín, bohemio y aventurero, le contestó: "Doctor, siempre se muere joven".