A mí lo de la desescalada no me tranquiliza en absoluto. Todo lo contrario. Y he de admitir que, en general, me considero más inconsciente que miedosa, pero hay hechos que me golpean en la frente cada vez que alguien muestra su alegría ante la posibilidad de salir a la calle y llevar una vida medio normal.
Los hechos en cuestión son un montón de muertos y los hechos son que no hay tratamiento ni vacuna, resumiendo mucho.
Percibo en el ambiente y en ciertas conversaciones telefónicas con gente de mi familia en edad, digamos, peligrosilla, mucha confusión en cuanto a la mejoría sobre el virus que nos ocupa. Dicen que todo se está solucionando, pero se olvidan de que los muertos disminuyen porque llevamos cincuenta días encerrados, ni más ni menos.
El bicho no se ha hecho menos virulento, es igual de contagioso y, como me decía un amigo que sabe mucho del tema "si te pilla fuerte, te pilla fuerte y punto. Hoy es lo mismo que hace un mes".
El próximo lunes mis hijos y yo, que hemos tenido los síntomas propios del bicho, nos haremos el test que revelará si hemos generado anticuerpos. Solo así estaré tranquila. Si yo soy inmune, o como dicen mis chavales "infame", bien. Si ellos lo son, fenomenal.
Mi miedo no viene tanto de que personas sanas como yo o con el sistema inmune soviético que se gastan mis retoños nos contagiemos, sino de que podamos ser difusores para otros que sí estarían en peligro.
Hay quienes no parecen caer en esa posibilidad. Cada uno es libre de arriesgarse y de valorar su vida como le plazca, pero ojito con la mía, chaval.
Me sorprende y me cabrea la cantidad de gente que merodea sin mascarilla, pasándose las normas de seguridad por el forro. Empleados de mensajería con la boca al aire que entran en fruterías e insultan al frutero cuando les dicen que no pueden pasar, carniceros envolviendo salchichas en las mismas condiciones, gente fumando a la puerta de los locales cerrados sin dejarte pasar guardando las distancias, grupos de diez polícías sin mascarilla comentando algo en las pantallas de sus móviles a la puerta del lugar donde recogen el café. Eso lo han visto estos ojitos esta mañana mismo y raro me parecería que los diez chorrearan anticuerpos. Parece que el aumento de coches y seres humanos por las calles nos ha nublado el entendimiento, y de qué manera.
Lo único que ha cambiado en las últimas semanas es que muchos miles de personas se han contagiado: algunas se han curado, otras siguen hechas mierda en su casa o en el hospital y otras tantas han muerto. Desde hace un par de días y mientras nos comportemos, el que llegue sin aire en los pulmones al hospital, tendrá un respirador, esa es lo que diferencia este primero de mayo con el de abril. Si, con la excusa de una desescalada necesaria para remontar la economía, pretendemos volver a nuestra normalidad sin haber comprobado si somos susceptibles de contagiarnos o contagiar, la vamos a liar muy parda.
Por todo esto no entiendo la sorpresa de ese familiar, sumamente informado y sensato, al que comento que no va a poder montarse en un avión hasta que haya cura o vacuna porque eso supone comprar un boleto para la lotería de la muerte y, ahora mismo, lo de la muerte nos va fatal. Y como él, habrá miles de personas que no asimilan ni la magnitud ni la gravedad de este desastre.
No pasa lo mismo con los médicos que siguen cuidando a quien se ahoga o perdiendo a los más débiles, ellos lo tienen clarísimo porque lo sufren. Ninguno de ellos ha anunciado que estamos a salvo, porque no lo estamos.
La prioridad no es salir, sino vivir.