Novena semana de estado de alarma y confinamiento a ratos.
La calle bulle y no sólo de deportistas ocasionales o de jóvenes (y no tan jóvenes) insensatos. En los púlpitos de los balcones ya no se oyen sólo los aplausos o los himnos de esperanza. Se acabaron los bizcochos y las clases de yoga on-line.
Ahora en los balcones también hay sonido de cazuelas y en las calles, la bandera española ondeada por paseantes con mascarilla y distancia de seguridad, se ha convertido en símbolo de resistencia. Nos hemos hartado de ineptitud. Nos hemos hartado de no saber. Y tenemos miedo.
Marlaska manda a la Policía Nacional a reprimir a esa gente de orden que siempre les ha defendido y que jamás osaría enfrentarse a ellos por la fuerza o sin ella. Antes fue la Guardia Civil a quien encargó la innoble tarea de descubrir ciudadanos desafectos en las redes. Ni en una función ni en otra la Ley les ampara. Aun así, les costará que rompamos el vínculo con quienes siempre hemos aplaudido.
La ocultación, el secreto y el chantaje se han convertido en marca de la Moncloa y los proyectos de Ley que se mandan al Congreso para tramitar, con mucha decisión y poca alharaca, dan idea de cuáles son las prioridades del Gobierno.
Cambiar por octava vez una ley de Educación, es una de ellas, y hacerlo en pleno estado de alarma, una buena manera de evitarse las consultas y el consenso que tanto han exigido en las dos únicas ocasiones en las que el PP ha osado presentar su propia ley educativa.
Sólo dos meses después del 11-M y de su llegada al poder, Rodríguez Zapatero paralizaba el calendario de aplicación de la LOCE por Real Decreto y justo dos años después la derogaba para sustituirla por un remedo de la LOGSE , una ley que había conseguido colocarnos en la cola de todos los indicadores educativos de la OCDE.
Nunca habían importado los resultados de esa ley nefasta. Lo sustancial era que en ningún caso, una ley promovida por el PP tuviera vigencia (eso e imponer la Educación por la Ciudadanía).
Dicen que la Ley Wert nació sin consenso y de ahí la urgencia en derogarla. Doy fe que nunca una ley se ha discutido tanto, ni se ha modificado tanto –hasta hacerla irreconocible y debo decir que peor que en su primera versión– como lo fue la LOMCE. El PP tenía mayoría absoluta para aprobarla y sin embargo estuvo dos años dándole vueltas para lograr acuerdos mientras los sindicatos de izquierdas –de estudiantes, de profesores– y los separatistas, incendiaban las calles. Defendía la excelencia y el esfuerzo. Ese fue su mayor pecado.
Y ahora llega la LOMLOE de la ministra Celáa sin más consenso que el de tener asegurada la paz de lo que la izquierda llama “el mundo educativo” y con la única justificación de “las críticas y la controversia en el ámbito social y educativo” que suscitó la Ley Wert y que ellos mismos alentaron.
El espíritu vuelve a ser el de la LOGSE y después de leerla, llego a la conclusión de que como todas las leyes socialistas, lo único que importa es que los alumnos acaben la educación obligatoria pertrechados de un título. Para lo que les sirva, poco importa. Que les prepare para el mundo laboral o les dé los conocimientos suficientes para pensar por sí mismos, todavía menos.
Una ley mediocre que no aborda ni uno de los retos a los que se enfrentan niños y jóvenes cuando llegan a una edad adulta que cada vez se difiere más. Una ley que no corrige nada de lo que no ha funcionado en el pasado. Una ley que no tiene en cuenta el cambiante contexto del siglo XXI y que trata las nuevas tecnologías y los idiomas extranjeros como si hubiese sido redactada a principios de siglo. Una ley trufada de ideología camuflada tras esa neolengua cursi y pretenciosa tan del gusto de la izquierda.
Una ley pobre e innecesaria, que nos colarán mientras estamos entretenidos contando muertos y agradeciendo el cambio de fase en nuestra comunidad.