Asisto estupefacta -el estupor empieza a ser mi estado natural- al debate de estos días a cuenta de la supuesta apropiación por parte de la ultraderecha de la bandera española.
Siento disentir aquí con gente a la que aprecio y admiro, pero no creo que nadie se haya apropiado de nada. La bandera española, como símbolo del Estado, es de todos los españoles. Y esos españoles, con los que podemos estar en desacuerdo e incluso pensar que su ideología es abyecta, lo que portan es su bandera. La suya propia. Y no puede uno, por definición, apropiarse de algo que ya le pertenece. Es el resto de los españoles, los que no la exhiben, los que, en todo caso, están renunciando a hacer lo propio. Por la razón que fuese, que a mí no me importa y me parece que están en su derecho.
¿Dónde está entonces el problema? A mí es que cada vez me cuesta más entender tanto a unos como a otros, como lo siento os lo digo. No consigo comprender que ciertos sectores de la izquierda sientan de pronto que les han despojado de algo muy suyo cuando la han denostado sistemáticamente hasta ahora. Pongo un ejemplo ilustrativo.
8 de marzo de 2018. Manifestación feminista multitudinaria en Madrid. El colectivo ultrarracionalista Homo Velamine, que realiza actos casi performánticos en los que a través de la ironía provoca una reacción en el público que les permite estudiar su comportamiento y qué lo estimula, desplegó una gran bandera española en la que se podía leer “Viva España Feminista”. Es la única vez que han sido agredidos en una de sus acciones. Por fascistas.
Da igual que la leyenda fuera “Viva España Feminista”, que estuviesen en España y que la manifestación fuera feminista. La exhibición de aquella bandera implicaba que eran fascistas. Y eso justificaba la agresión y retirada violenta de la misma.
A mí, que para una parte de la sociedad la bandera española tenga una connotaciones negativas me importa tanto como que un señor de Murcia no pueda ver un jersey verde ni en pintura porque su difunto padre tenía uno y eso le entristece. O le encabrona, dependiendo de si su padre era bien majo o un auténtico buco. La emocionalidad de cada uno en este caso, su especial sensibilidad ante un estímulo visual -o textil, como queráis llamarlo- o el simbolismo que le otorgue más allá del consensuado por todos y recogido en la Constitución, a mí me la trae al pairo.
Como diría mi amigo Manuel Ruiz Zamora, aquí nadie se ha apropiado de nada. Aquí hay una parte que ha renunciado por incomparecencia. Lo cual es legítimo pero inhabilita para el pataleo. Esto lo añado yo.
Y hacedme un favor: ahorradme el bochorno de sacar a relucir el aguilucho. Seamos serios.