Twitter llegó como un ágora apacible, divertida o gamberra, pero se ha convertido en un reactor de odios e inquinas cuya radiación deforma el periodismo y devalúa el debate público y la esfera privada. La animadversión y la reyerta solapan por aluvión lo poco que aún queda de empatía, amabilidad e intercambio en la red social.
El pérfido pajarito y su confuso trino han convertido el mejor oficio de mundo en una burda competición por el trending topic, lo que fomenta el amarillismo, la superficialidad, la propaganda y la zafiedad en detrimento del rigor, la profundidad, la crítica constructiva y la ponderación. Claro que hay mucho bueno, pero aparece habitualmente confundido, inadvertido, invadido y supeditado a lo anodino, lo procaz y lo frívolo. Una degeneración permanente que impregna el debate parlamentario y convierte en histriónicos, ególatras y faltones a personas por lo normal educadas y discretas.
Otro tanto se puede decir de Facebook, cuyos algoritmos incentivan la polarización y la inquina como estrategia comercial, sin reparar en el efecto pernicioso que sobre la convivencia y la salud mental de la población tiene ese márketing de la cizaña. Por lo que refiere a Instagram y otros serrallos tecnológicos, suelen dar rienda suelta al exhibicionismo, el insulto, la difamación y todo tipo de bajezas a fuerza de likes y emoticonos cesaristas.
Hace unos años, en una magnífica entrevista de Juan Cruz, el escritor Manuel Vicent afirmaba que las redes sociales son “la forma adoptada por Satán para destruir a la humanidad” porque “conceden al idiota y al fanático un poder omnímodo increíble con sólo apretar las yemas de los dedos sobre un teclado”. Aquel titular fue aupado al corcho acribillado de una de las redacciones más importantes de España como ‘boutade’ ilustrativa del abismo digital entre generaciones. Ahora, sin embargo, la advertencia de Vicent adquiere la categoría de una infausta premonición.
Que las redes sociales “son lo que hacemos con ellas” es un lugar común cuyo éxito ha dependido más de la ingenuidad de los neófitos que de la experiencia contrastada. También se dice que Twitter es “como un bar de madrugada” para explicar la aspereza de cuanto allí se cuece. Como metáfora está bien, pero a tenor del odio y la vulgaridad imperantes, cualquiera diría que la ebriedad tuitera se parece más al embotamiento de una cola barata que a la euforia generosa del alcohol u otros alcaloides de fama universal. Un embotamiento tóxico, que embauca y somete por mera proximidad.
Son muchas las estrategias que podemos emplear para intentar que las redes sociales no nos atrapen en su máquina de fango. Las instrucciones básicas de uso aconsejan no tuitear si has bebido, no enzarzarse si has sido interpelado y no contestar si un montón de obedientes bots con carencias ortográficas te arroban a la voz de su amo. Pero da igual lo que hagas porque nadie sale impoluto de una sentina, por muy ponderado que sea.
Asistimos a una degeneración transversal que no discrimina oficios ni clases sociales. De hecho, no sólo periodistas y políticos forzosamente inmersos en la infausta dinámica acaban siendo pasto del pajarito azul. Profesores con cátedra, abogados, ingenieros, doctores y orgullosos padres de familia muestran a diario una porción nada desdeñable de su yo más vulgar y siniestro en las redes sociales.
Algún día alguien debería indagar en las pulsiones psicológicas y sociológicas que desencadenan los peores instintos en Twitter. Ese turbio rompeolas donde se estrellan y retratan las mejores reputaciones del país.