¡Qué país tan ibérico este! No hay niños en las escuelas, pero el fútbol está a punto de resucitar. Apenas podemos casarnos -¡ni siquiera divorciarnos!-, pero las discotecas van a abrir sus puertas en las provincias que acaban de celebrar el ascenso a la fase 3.
Qué quieren que les diga: como buen zagal de provincias que asaltó esta ciudad armado de unos pocos libros y una sola maleta, me encanta que Madrid llegue tarde al placer. Porque siempre ha sido al revés. Y porque sólo una pandemia ha sido capaz de revertir el adanismo capitalino.
Hablemos, por tanto, de esa circunstancia que ya encumbra a la mitad del país: ese regreso de las discotecas tan codiciado por la soltería, el perreo, el desfogue, el alcoholismo, la amistad, el desahogo y esa Fiesta con mayúscula de la que habló Hemingway -aunque él se refiriera a otra cosa-.
Fíjense lo incómodo que debía de estar siendo el síndrome de la abstinencia: el Gobierno se ha visto obligado a decretar la reapertura de estas grutas… ¡a cambio de censurar los bailes! La pista, prohibida; y Sergio Dalma retitulando su canción: “Bailar des-pegados”.
Mi tío Canuto, fallecido hace un porrón de años, ahora sí descansa en paz. Clamó en los periódicos contra la “música de manubrio” y el roce de caderas hasta que quisieron lincharle, intervención de la Guardia Civil incluida.
¡Ha llegado el momento de las discotecas de música clásica! Sánchez Dragó me dijo una vez que la mejor forma de guardar un secreto es escribirlo en un artículo o publicarlo en un libro. He rastreado internet en busca de locales de este estilo y no he encontrado ninguno -en España-. Así que, querido emprendedor, vía libre para servir cubatas a ritmo de Chopin.
Para imaginarme el clin-clin de los hielos en la partitura sinfónica, he llamado a los que saben. De antemano, les he mostrado mis respetos y les he advertido de lo marciano de mi consulta. Quizá sea una generalización absurda esto que voy a escribir, pero la mayoría de compositores e intérpretes con los que me he topado son pacientes y transpiran un profundo afán pedagógico. Probablemente porque la música clásica esté condenada a ser, de pronto, descubierta por las minorías -con la lógica excepción de quienes forman parte de su ecosistema-.
Tomás Marco, compositor Premio Nacional de la Música, me dice al otro lado del teléfono que antaño conoció un lugar llamado Café Beethoven, donde los grandes genios sonaban de noche y se bañaban en bebedizos de cuarenta y cincuenta grados: “Actuaban en vivo. Tocaban, cantaban… Ibas allí, te tomabas tu copa, escuchabas… Pero cerró”.
Cuando le pido su opinión sobre mi ansiada discoteca, reacciona con optimismo: “Esto, que quizá sea la cosa más loca del mundo, puede ser un buen negocio si se piensa y se vende bien. Conozco proyectos rentables mucho más disparatados”.
Recogida la bendición de Marco, llamo a Teresa Catalán, también compositora y Premio Nacional de la Música. “La idea no está ni bien ni mal, todo depende de la función que se le quiera dar a esa discoteca. Si se alumbra como mero lugar de entretenimiento, tal y como sucede con las convencionales, no encajará. La música clásica es pensar, una especie de conexión con algo que está más allá”.
Le inquieta, a botepronto, algo fundamental en una discoteca: el volumen. “Sólo he estado una vez en una de ellas y me fui por culpa de los decibelios. Cada compositor imprime a sus obras una intensidad. Si se sube mucho el volumen, la pieza puede quedar desvirtuada”.
Le digo que si pusiera en mi soñada discoteca la novena sinfonía de Beethoven, ese obstáculo quedaría salvado. “No -me responde- porque la original fue concebida para una orquesta y un coro reducido. Es distinta a cómo se interpreta ahora”. Zasca. Eso me pasa por provocador. Aunque Teresa, que es una buena persona, me consuela: “Bueno, podríamos intentar adaptarla para una discoteca”.
-Oiga, ¿pero usted se imagina la discoteca o no?
-No con el público habitual… Pero sí me la imagino como un lugar para una noche loca, en el que de repente aparezca un público deseoso de exotismos y contrastes.
-¿Y qué haría si le llevasen a un local y se encontrara con cientos de personas, cubata en mano, contoneándose al son de sus trabajos para piano?
-Primero trataría de recuperarme, de volver en mí. Después, pediría que bajasen el volumen -se ríe-.
Ese público capaz de enloquecer y vibrar gracias a una partitura escrita hace cientos de años existe. Me lo confiesa Asier Polo, chelista y, como sus antecesores, también Premio Nacional. Toca un instrumento del siglo XVII, así que si lo contratamos en nuestra catacumba, deberemos buscar alguna carcasa que lo proteja de esos borrachos que siempre acaban derramando el vaso.
Asier, que acaba de grabar los conciertos de Vivaldi, Bocherini y Haydn junto a la Orquesta Barroca de Sevilla, lo ha dado todo en varias Nocheviejas mientras sonaban los Conciertos de Brandeburgo, de Bach. Nuestra clientela está asegurada.
“Creo que la música clásica, en general, no está hecha para ser bailada, pero podríamos buscar un repertorio en su vertiente más ligera y popular”, me dice apiadándose de la idea. “La propuesta es simpática y puede funcionar, siempre y cuando se respete -dejándola a un lado- esa música que no es de consumo ni acompañamiento, sino de atención”, concluye.
Estimados inversores: he aquí el aprobado de tres súper estrellas de la música. Aporto, como última garantía, la prueba del algodón realizada en casa de una periodista que trabaja en este periódico. Fue antes del confinamiento. Eran las tres de la mañana. Habíamos bebido. Seguíamos bebiendo. Cambié la lista de reproducción de Spotify sin que nadie se diera cuenta. Puse Las cuatro estaciones, de Vivaldi. Ningún bailarín se quejó. Cada cintura continuó su viaje hacia el edén.