Vivir es urgente, dijo Pau Donés en una entrevista. Para él, que era un adicto a la vida cotidiana -así se describió en una ocasión-, había que vivir con contundencia. Él lo hizo. Pero, lamentablemente, la vida no es adicta a nadie, ni siquiera a los tipos como él.
Si es que son cuatro días, no muchos más. Ya nos vienen avisando. Y, con mala suerte, solo tres. Pero lo olvidamos constantemente. Nos enredamos con los reproches -qué malo es odiar en silencio-, con las frustraciones -la mayoría, por causas menores-, y con la dureza de algunos días, que también los hay complejos, y nos olvidamos de lo trascendental: que son solo cuatro, y que tienen la mala costumbre de concluir antes de que te hayas dado cuenta.
A Donés le gustaba vivir. A su madre no, y por eso se suicidó. La vida puede ser divertida, pero no siempre lo es. Últimamente lo ha sido mucho menos, por un virus que ha aniquilado al mundo, al menos al que hemos conocido.
Pero lo importante es: cuando esto acabe, ¿habremos aprendido algo? Igual no. Y hay mucho que construir después de una crisis sanitaria tan feroz; mucho con lo que formarse a partir de las conclusiones que ofrece la pandemia; mucho que asimilar por causa de la obligación a confinarse; mucho que extraer del dramático final de un longevo modo de vivir. Sí, indudablemente, se puede aprender mucho de todo lo que ha hecho que se tambalee el planeta; y seríamos unos insensatos, y unos ignorantes, si no lo hacemos.
Resulta del todo imprescindible hacer una profunda reflexión al respecto de la importancia de la Sanidad: de los salarios que deben cobrar los sanitarios, los que se juegan la vida y los demás, y de las condiciones de seguridad en las que deben trabajar todos ellos. Es necesario también evaluar de un modo más justo la relevancia de la ciencia, siempre tan defenestrada y ahora tan idealizada, pero igual de lejana.
Se puede hablar del significado de la palabra solidaridad, que ha crecido mucho en estos últimos tiempos. Pero también de la crispación que provocan nuestros políticos, enzarzados en la misma pelea de siempre, tan poco sensibles a las tragedias que han sacudido a miles de ciudadanos.
Estaría bien, por respeto, concretar cuántos miles, pero sigue siendo imposible hacerlo. Aunque la contabilidad es una necesidad en todas partes, increíblemente resulta todavía hoy imposible saber si han muerto 27.136 personas por Covid-19, o los casi 50.000 que calculó el Instituto Nacional de Estadística recientemente.
Hay que pararse y pensar. En 2011, el cineasta Steven Soderberg dirigió a Matt Damon y a Kate Winslet en Contagion, un filme que casi calca, nueve años antes de que se produjera, la pandemia. Cuatro años más tarde y aún un lustro antes de la aparición de esta epidemia, Bill Gates dio una charla Ted en Vancouver en la que señalaba al coronavirus como la gran amenaza a la que se enfrentaría la humanidad en los años venideros. “Si algo va a a matar a más de diez millones de personas en la próxima década es mucho más probable que sea un virus muy infeccioso que una guerra”. Como tantas otras veces, el fundador de Microsoft tenía razón.
Sobre todo acertaba en sus categóricas y premonitorias advertencias: “no estamos preparados”. Gates avisó a los gobiernos: “no estamos listos”. El empresario y fiántropo propuso medidas. Pero nadie le hizo caso. Ojalá que, después de tanta tragedia global, ahora los políticos se paren y piensen, como hizo él, y actúen del modo opuesto al que lo ha hecho, ya que ni siquiera fueron capaces de ver la tragedia cuando estaba a instantes de arrollarnos.
Donés ya está en ese lugar al que todos iremos. Antes, durante poco más de medio siglo, se alzó con el mayor de los trofeos: vivió, y lo hizo como quiso. Pero sobre todo vivió. Porque era urgente.