El martes, unos pocos cientos de manifestantes amontonaron escombros de todo tipo y delimitaron con ellos un perímetro de seis manzanas en el centro de la ciudad de Seattle.
El nuevo territorio autónomo ha sido bautizado como Capitol Hill Autonomous Zone y en el momento de escribir esta columna sigue en manos de sus conquistadores por la renuncia de la alcalde demócrata de la ciudad, Jenny Durkan, a recuperar el control del barrio.
Tampoco el gobernador del Estado, el también demócrata Jay Inslee, parece dispuesto a hacer nada al respecto. De forma previsible, Donald Trump ha exigido a través de Twitter que ambos se pongan manos a la obra.
En realidad, cualquier liberal debería considerar los sucesos de Seattle como una buena noticia. Pocas veces se tiene la oportunidad de comprobar en vivo y en directo los resultados reales de las teorías de ingeniería social de la extrema izquierda.
Hace cuatro días que la Policía local no pisa el barrio y no parece que eso vaya a cambiar a corto plazo. Según cuentan los propios conquistadores, la orden de la alcalde prohibiendo las armas en el barrio liberado no ha sido respetada. Otra buena noticia.
Animo desde aquí a las autoridades de la ciudad a abstenerse de cualquier intromisión para que el experimento pueda llegar a buen puerto. Cuanto menos se interfiera, mejor.
En cuanto a los ciudadanos que han tenido la mala suerte de vivir o regentar un comercio en la zona conquistada, habrá que considerarles víctimas colaterales asumibles del experimento. A fin de cuentas, y según explican los medios locales, el barrio destaca por su fuerte activismo progresista. Por fin comprobarán algunos qué tal lucen sus teorías en el terreno de la realidad.
El experimento marcha a buen ritmo. Por lo escrito y, sobre todo, lo visto en las últimas fotografías que se han publicado de la zona, la cochambre avanza imparable. En una de las imágenes, algunos adultos dibujan letras de colores en el suelo. Son las letras BLM, las siglas de Black Lives Matter, o CHAZ, las de Capitol Hill Autonomous Zone.
En esta foto, alguien ha amontonado unos cuantos palés y los ha cubierto de una cúpula de paraguas viejos. Es difícil saber si se trata de una obra de arte o si la construcción tiene alguna función práctica.
En otra foto, un par de conquistadores cosplay aparecen disfrazados de algo a medio camino de un cruzado del siglo XXI y un ciberpunk del siglo XI. Uno de ellos viste una armadura de las que suelen verse en los salones del manga. Su compañera esgrime un escudo adornado con una cruz de cinta aislante roja.
Varias fotos muestran a docenas de personas caminando de un lado a otro de la calle, o sentados en ella, aparentemente sin mucho que hacer más allá de pintar algún que otro eslogan en el suelo con ceras de colores. Una calle vacía –de policías, de barrenderos, de autobuses, de comercios, de vecinos– es sólo una calle vacía.
Esa suele ser la primera lección de las revoluciones. Al día siguiente, alguien debe poner en marcha los trenes. "Yo apoyo esto, pero… ¿y ahora qué" dice un tal Max Hodges en este artículo del The Seattle Times.
Bueno, Max, eso digo yo. Ahí os esperamos.
Llama la atención comprobar cómo lo primero que han hecho los conquistadores es delimitar su territorio mediante una frontera. En esto han coincidido con Trump. "Buenas vallas hacen buenos vecinos" dice el refrán. Y dice bien.
Para ello, los conquistadores han utilizado las protecciones y los obstáculos de la Policía local. Sobre ellos han escrito las palabras "zona libre de policías". El capitalismo produce este tipo de ironías. Puede que la zona esté libre de policías, pero todo material antidisturbios fabricado por alguna multinacional del sector de la seguridad y utilizado por la Policía es bienvenido si ayuda a delimitar tu frontera.
Otros han organizado una sesión de cine callejero para proyectar el documental de Netflix Enmienda XIII, de Ava DuVernay, premio al mejor documental de la Alianza de Mujeres Periodistas de Cine en 2016. Otros vociferan consignas políticas con un megáfono y subidos a cajas de madera.
Los comercios cercanos al área han empezado a recibir la visita de los conquistadores de Capitol Hill. Exigen un pago de 500 dólares para financiar la causa y en concepto de "seguridad y protección". Aceptan pagos en efectivo o en bitcoins.
Algunos comerciantes se están planteando pagar para evitar problemas. Al precio del chantaje han de sumar el de los daños provocados por los mismos saqueadores que ahora les ofrecen "seguridad y protección".
No resulta difícil adivinar cuál es el destino de Capitol Hill. Es el mismo destino al que se ha condenado a cualquier barrio, ciudad, región o nación tomada al asalto por la extrema izquierda.
Mientras esto ocurre en Seattle, manifestantes en varias ciudades americanas y británicas derriban, lanzan al mar o pintarrajean estatuas de Cristóbal Colón, de Winston Churchill o de viejas personalidades consideradas intolerables a los ojos de la moral de 2020.
Es evidente que en algún momento los alcaldes y los presidentes que toleran estos destrozos perderán las elecciones y verán cómo sus rivales ocupan su puesto. Llegará entonces el momento de que otros ciudadanos, situados en el otro extremo del arco político, destruyan los símbolos y los monumentos que les molestan.
Lo injusto es la disparidad. Mientras la extrema izquierda derriba a conquistadores, a generales y a los líderes que derrotaron al nazismo, la extrema derecha deberá conformarse con derribar alguna que otra montaña de palés rematada con una cúpula de paraguas.
Parecido dilema encontraremos en Cuba, Venezuela y otras naciones víctimas del socialismo. ¿Cómo derribar la cochambre? ¿Cómo incinerar aquello que ya ha sido incinerado por las autoridades locales?
Pegarle fuego a las grandes obras de la civilización, pongamos por caso el Palacio de Versalles, la Giralda o la Catedral de San Basilio, debe de ser toda una experiencia nihilista. Pegarle fuego a un ministerio comunista de estilo brutalista carcomido por la mugre y construido con toneladas de cemento aluminoso no le llega ni a la suela.
Más que un gesto de afirmación política, la cosa va a parecer una ceremonia colectiva de incineración de basura.