He leído yo también el libro de Woody y lo he disfrutado como nadie. Qué manera de reconciliarme con la vida, y con el mundo; gracias, como suele ocurrir, a un pesimista sin apaños.
Decía Cioran que las religiones son “cruzadas contra el humor” (también lo son las ideologías). Y aquí tenemos a un espécimen rarísimo en nuestra época: un antipredicador con un humor maravilloso.
Con A propósito de nada (Alianza), Woody Allen ha inventado un género: la autobiografía burbujeante. No sé si lo sería ya la del cineasta Preston Sturges, que no he leído pero cuyo título –ideal para toda autobiografía– promete burbujas: De los acontecimientos que condujeron a mi muerte. Lo bueno es que se murió mientras la estaba escribiendo.
Golpes así tiene Woody en la suya, y no voy a privar a esta columna de dos de los geniales, aunque se hayan citado mucho: “Algunas personas ven el vaso medio vacío, otras lo ven medio lleno. Yo siempre veía el ataúd medio lleno”. Y: “No creo en un más allá y realmente no veo qué importancia pueda tener que la gente me recuerde como un cineasta o como un pedófilo o que no me recuerde en absoluto. Lo único que pido es que esparzan mis cenizas cerca de una farmacia”.
El libro de Woody es una película de Woody; o mejor: es todas las películas de Woody (que siempre han tenido mucho de literatura), con todos sus elementos en estado de esplendor. Yo lo compré porque era debido, pero solo esperaba pasar un tiempo entrañable en compañía del viejecillo, un grato momento crespuscular como cuando me meto en el cine a ver sus últimas películas. Y me he encontrado con un trallazo de libro, con un nervio juvenil, pujante, sin decadencia. Lo crepuscular es solo temático, pero es que eso lo cultivaba ya de joven.
A propósito de nada utiliza un procedimiento infalible (cuando se hace bien) de meter vida en la escritura: el coloquialismo. Es como si Woody estuviera sentado en una silla, o en un taburete de monologuista, hablándoles directamente a los lectores, en una larguísima parrafada que ocupa todo el libro.
Las separaciones que hay cada muchas páginas son engañosas, porque todo va del tirón. Hay un ligero desaliño, que no sé si está cuidado pero que fomenta el efecto. Y que va con la estética de sus películas, en la que los aspectos técnicos no son los fundamentales.
De sus películas es casi de lo que menos habla, aunque dice cosas que están bien. De lo que más, de las mujeres, el sexo y el amor, de su familia judía, de su manera de ver la existencia, de sus miedos y neurosis, de Nueva York (de Manhattan), de la radio y de su descubrimiento del cine cuando era niño (al que dedica páginas deslumbrantes), del mundillo de los guionistas y los cómicos en el que se integró de muy joven...
Y al final, cómo no, del temita: su relación con Soon-Yi y las acusaciones de Mia Farrow de que abusó de la hija Dylan cuando era niña. A algunos esta parte les ha decepcionado. Yo iba prevenido para saltármela si hacía falta, pero no ha sucedido: me la he leído con sumo interés y no me ha parecido que el libro perdiese calidad. Su tono se vuelve más sombrío, pero sin exceso: junto a la maldad y la locura humanas (encarnadas en la desquiciante Mia Farrow), está el amor por Soon-Yi, que ilumina. Woody se defiende a fondo, naturalmente (con indudable credibilidad). Pero aun en esas circunstancias se percibe que es un gran hombre, un hombre magnánimo.
Así que terminé el libro con agradecimiento. Y es precioso que también como objeto sirva para agradecer y reconfortarse: porque su portada imita los títulos de crédito de sus películas, con esa tipografía blanca (aquí en relieve) sobre fondo negro, y tocarla es como tocarlas.