La porosa frontera entre la extravagancia, la estupidez y la perversidad convierte estos desafueros tan comunes en estancias contiguas e indistinguibles de la cueva de la sinrazón. Lo hemos comprobado durante una desescalada sacudida, demasiadas veces, por algo parecido al disparo de salida en una carrera del disparate.
La revuelta de los cayetanos, desaparecidos por ensalmo en las terrazas del vermut, y las manifestaciones a cuenta de un asesinato racista en Minnesota fueron las primeras expresiones de una sociología de la temeridad cuyo liderazgo se han disputado personajes tan dispares como Miguel Bosé, Enrique Bunbury, monseñor Cañizares o el presidente de la Universidad Católica de Murcia, José Luis Mendoza.
No se puede pedir ni esperar la misma responsabilidad a quienes trabajan sobre los escenarios del artisteo que a quienes lo hacen desde un púlpito o una tarima decididos a evangelizar o sentar cátedra. Pero de hacerlo, qué duda cabe que los más conspicuos enredadores de la desescalada han sido precisamente quienes, por su posición, más deberían ceñirse a la sanísima prudencia.
Han hecho proselitismo de la conspiración, del bulo y del delirio cuando más necesarias son la moderación, el rigor y la cordura, de lo que puede concluirse que además de robustecer el sistema sanitario, el estado del bienestar y la salud económica del país, más pronto que tarde habrá que preguntarse por el estado mental de nuestra nación.
Las teorías tendentes a difundir que los ensayos de la vacuna del Covid-19 se hacen con fetos abortados, que esta enfermedad es una venganza de Satanás contra la católica España, o que una internacional judeo comunista liderada por Bill Gates y George Soros quiere controlarnos a todos con nanotecnología endovenosa demuestran que el fantasma de la irracionalidad es muy dueño del planeta.
La estulticia como motor de la historia, muy por delante de la lucha de clases, la ideología o el feminismo... con perdón de la caverna.
La cuestión es cómo digerir y comportarnos ante este tipo de propagandas cuando aparecen revestidas de cierto poder de persuasión, toda vez que su hegemonía pone en solfa cualquier planeamiento de progreso y dinamita de salida cualquier mitología meritocrática. Quiere decirse, con actitudes semejantes en las almenas de la sociedad: ¿para qué estudiar y trabajar si se puede ascender más por la liana del despropósito que hincando codos o dejándose el lomo? La industria de la conspiranoia y el infundio como valores en alza.
Lo natural e inmediato es reírse, hacer chistes, diseñar memes o incluso componer una canción satírica con visos de hitazo, que es lo que ha hecho El Intermedio con el "chis" de Mendoza. El problema es que aquello de reír por no llorar, o que "sólo el humor nos salvará", que dice Berto Romero, cae en saco roto cuando compruebas que quienes protagonizan y patrocinan la antología del despropósito no son cuatro fumaos en estado de confusión sino más o menos próceres en su campo.
El problema, como ya advirtieron Shakespeare y después Faulkner, es que la estupidez y la maldad son indistinguibles en un mundo que no se resiste a ser el cuento relatado por un idiota lleno de ruido y furia. El problema, como diría el ahora ínclito Mendoza, son las fuerzas del mal, cuya presencia al parecer es más constante en las iglesias y los rectorados que en remotas conspiraciones.