La ofensiva contra la Constitución de 1978 está llegando a su punto culminante. El objetivo es la piedra angular del edificio: la Corona. Lo que está en juego es la libertad, la democracia y la continuidad de España como Nación.
Se trata de un proceso de derribo constitucional, iniciado poco antes de 2004, implementado por Zapatero, escamoteado por Rajoy y acrecentado por y durante el gobierno Sánchez-Iglesias. Un empeño rupturista que nos conduce a la quiebra de la convivencia política de los españoles.
El presidente de Gobierno tiene la obligación constitucional de defender todas las instituciones y la más importante, en una monarquía parlamentaria, es la Corona. Sin instituciones no hay democracia ni seguridad jurídica. Espero que la próxima mayoría política, alejada de la inestabilidad que genera el componente comunista y sectario de este gobierno, devuelva las aguas a su cauce.
Las monarquías parlamentarias caen por tres motivos: una derrota militar incontestable, corrupción o incumplimiento constitucional. Ninguno de los tres supuestos afectan en España a la Institución ni a su titular, Felipe VI. De ahí el ataque a Don Juan Carlos tratando de arrastrar a la Corona; estamos ante un ataque a Don Felipe en la persona de su padre.
En el balance político (y ya Historia) del anterior monarca está presente el intento de pasarle factura por agravios del pasado junto con un proyecto político alternativo republicano federal, que apoyan la extrema izquierda y los separatistas por cuanto es la antesala del reconocimiento de una soberanía “compartida”.
A la espera de un esclarecimiento de los hechos por vía judicial, hasta Don Juan Carlos tiene derecho a la presunción de inocencia. El ataque al prestigio de un Rey sale gratis con toda clase de invenciones y hasta insultos desde la inmunidad parlamentaria o desde los medios de comunicación por cuanto el Monarca no puede ni debe rebajarse a contestar a tertulianos o confidentes sobre supuestas irregularidades.
El ejemplo más revelador fue la condena por “enriquecimiento ilegítimo” de Alfonso XIII, que el abuelo de Don Juan Carlos tuvo que soportar desde 1918 hasta su muerte en 1941.
Poco después de proclamada la II República, el 14 de abril de 1931, el gobierno republicano hizo una auditoria exhaustiva sobre los bienes privados de Don Alfonso y el dictamen demostró la honradez del Monarca. El socialista Indalecio Prieto y Manuel Azaña ocultaron el dictamen exculpatorio que, finalmente, vio la luz en 1986. El Congreso de los Diputados republicano, instituido en tribunal de justicia, en noviembre de 1931, condenó al Rey y expropió todos sus bienes privados.
En relación al donativo a Don Juan Carlos se tardará igualmente muchos años en conocer una versión que se aproxime a la verdad de lo sucedido. Una donación en sí misma no constituye delito. El relato final será obra de historiadores que dispongan de documentos fehacientes de fuentes contrastadas y alejados de las versiones apasionadas o interesadas.
Este episodio de la disposición de una donación de Arabia Saudí se compadece mal con la versión del New York Times, el 28 de septiembre de 2012, que informaba de la inmensa fortuna de Don Juan Carlos, que el periódico estimaba en 2.300 millones de euros.
Los enemigos de la estabilidad institucional han repetido hasta la saciedad esa información del periódico norteamericano sobre la “inmensa fortuna” de Don Juan Carlos. Ahora, esa cifra se ha olvidado por ser desmesurada y absurda (entre otras cosas incluía entre sus propiedades el Palacio Real) y los fabuladores se centran en el culebrón de una aventurera extranjera.
Sea cual sea el veredicto final de este tema de la donación saudita tengo la seguridad de que en el balance de su largo reinado, a Don Juan Carlos se le juzgará más por su generosidad y cumplimiento de la Constitución que como un gobernante infausto. Los cuarenta años de su reinado son sin duda, nacional e internacionalmente, los mejores de España en todo un siglo.
Don Juan Carlos, teniendo todo el poder en 1975, no dudó en restituirlo a la soberanía nacional, si bien el poder ejecutivo, desde 1977, es el que se ha encargado en acrecentar su preponderancia sobre todos los demás; en la crisis constitucional del 23-F de 1981, don Juan Carlos frenó un golpe de Estado que nos habría hecho retroceder una década y, desde 1982, el Rey cumplió el sueño de Alfonso XIII de que socialistas moderados gobernaran en una monarquía parlamentaria al igual que en el resto de monarquías europeas que eran, y son, un modelo de democracia, estabilidad y continuidad histórica.
Don Juan Carlos es el único político relevante español que en cuarenta años ha pedido perdón por sus errores y los ha pagado con una abdicación que es un profundo desgarro personal. Por todo ello, merece respeto y no mezclar lo que es una clarificación de hechos y presuntas responsabilidades personales con la ofensiva republicana de extremistas impresentables que nos retrotrae a lo peor de nuestra historia del siglo XX.