Yo sentí que era el Pijoaparte antes de leerlo. Imaginen ustedes: una ciudad mediterránea, con su hedonismo y sus contradicciones. El Pijoaparte que fui yo, que antes fue Sabino Méndez y antes Marsé, iba y venía por los desmontes, con una moto y oliendo a gato montés.
Veíamos cómo levantábamos un rubor de incomodidad en las reuniones burguesas, quizá porque Dios nos llamó por el discreto encanto de la rebeldía. Más tarde, con la novela sobre mi rubia burguesita ya publicada, yo habría de encontrarme en Marsé después de esa primera lectura de Últimas tardes con Teresa que me descubrió el Mediterráneo.
Después del golpe de Estado yo quise ir a reconocerme en aquella Barcelona que conocía sin lecturas. Dormí con pulgas en una pensión del Paseo de Gracia y sólo quise ir al Carmelo. Y el Carmelo no decepcionaba sino que era tal y como lo contaba Marsé. Por el Carmelo hay palmeras secuestradas, un ascensor panorámico desde el que se ve Mallorca en los días claros y un revoltijo de cuestas asfxiantes.
Se habla andaluz, "esa ensalada de acentos picantes del sur". Los murcianos que tanto fascinaban a Teresa Serrat tienen las venas de las narices inflamadas, beben anís y quizá ni se enteraran del 1-O. Ellos son pueblo, y mientras beben frente al televisor se guardan sus pareceres sobre Rufián, que quizá les salió rana.
El Carmelo fue Marsé, y Marsé fue El Carmelo. Ahora apenas le recuerdan más allá de la biblioteca del barrio. En el Bar Pepito, en Gran Vista, sirven pintaillos que quizá se bebiera el Cardenal y en el Bar Delicias, donde los viejos jugaban al julepe, se ven las cúpulas de los palacetes mínimos "de los falsos pavos reales" que empezaron a poblar esa Barcelona de las alturas, ahora descascarillada y quizá ya muerta para siempre. Abandonada por esa oficialidad perversa que va de Colau a los que abandonaron Lledoners.
Lo mejor de Marsé es el espíritu de barrio, la reflexión de los perdedores en un territorio muy definido. La Barcelona de Marsé aún existe, y que exista desmonta todo calostro nacionalista. Marsé era parco y lacónico: vio mucho y a la burguesía les sacó las vergüenzas.
Viajar al fondo de Marsé es necesario. Al menos una vez cada verano. Después de Últimas tardes con Teresa comprendimos la verdadera esencia de Cataluña. La que no quieren que comprendamos.