Nadie en el planeta ha salido más por la noche que servidora. La nocturnidad, hasta los treinta, se me antojaba como el máximo divertimento posible. Después también, pero las obligaciones maternofiliales y el cansancio dificultan lo de acostarse ya amaneciendo. A esto le unimos que mi familia trabaja en el sector turístico, concretamente en el ocio nocturno, desde hace más de cuatro décadas.
Cuento esto porque entiendo perfectamente la debacle económica que supone el cierre de los locales de cachondeo y, por otro lado, porque nada me gustaría más que andar ahora mismo de karaoke en karaoke y de pista de baile en pista de baile.
Pero no soy gilipollas, o lo soy, aunque menos que otros. Y ni mis ganas de bailar ni mi miedo a las pérdidas económicas impiden que sea consciente del monstruo ante el que nos encontramos y ante el que solo podemos defendernos a base de distancia, mascarillas y lavado de manos.
Entrevisté hace un par de días a Eduardo López-Collazo, director científico del Idipaz, que se encuentra ahora mismo buscando con su equipo un tratamiento contra el monstruo. Fue muy claro: respecto a la enfermedad estamos exactamente igual que al principio.
La relajación de la sociedad viene dada por el cansancio y por la falsa percepción de mejoría de la situación. Y por la ignorancia de los que no han visto a las ambulancias llegar al hospital con cinco pacientes dentro, a los enfermos esperando tres días en una silla, a los miles y miles de muertos.
Si no lo hacemos por solidaridad, hagámoslo por egoísmo. Incluso los que emocionalmente llevamos bien el encierro nos encontramos ahora ante el miedo de que vuelva a ocurrir. Pánico más bien. No quiero imaginarme otros tres meses de mi vida sin pasear, sin ver a mis amigos, discutiendo con mis hijos a todas horas, porque nadie está preparado para vivir esta marcianada sin que se le vaya la pinza mínimamente.
Eduardo afirmó que, como sucedió tras la pandemia del VIH, nada volverá a ser lo mismo. Aquella modificó para siempre nuestro comportamiento sexual ¿Qué pasará con esta? No quiero pensar en el fin de los besos furtivos, con desconocidos; en que ya no nos sentaremos en la mesa vecina de una cafetería porque ha surgido una conversación divertida e inesperada; en que no habrá bailoteos verbeneros con el primero que pasa por tu lado.
Y sé que todas estas bobadas son prescindibles y que las vidas humanas no lo son, pero no puedo evitar asustarme ante la imposibilidad de rebozarme en la diversión y en la risa.
A lo que íbamos: pan para hoy y hambre para mañana; el botellón, el bareto y el despiporre de ayer se convertirán en el desastre de la semana que viene. Está pasando. Entiendo que los chavales sean inconscientes, porque todos tuvimos veinte años y deberíamos acordarnos de que éramos unos descerebrados en cuya felicidad no se iban a inmiscuir las normas de nuestros padres, ni mucho menos el BOE. La desconsideración absoluta ante las consecuencias futuras es tan característico de la juventud como el acné o el protestar por absolutamente todo.
Ellos y algunos mayorcitos chorrean inconsciencia y desacato. Y es aquí donde los que amamos nuestra libertad por encima de todas las cosas pedimos que nos la recorten. El fin, los medios, lo de siempre.
Que aparezca alguien con dos dedos de frente y ponga orden, por el amor de Dios. Que aterrice una Capitana Marvel y que, con sentido común y entendiendo que muchas veces lo mejor es enemigo de lo bueno, tome medidas, nos obligue a cumplirlas y nos sancione si no lo hacemos. Que, ante las muestras de gilipollez humana, se precinte lo que sea necesario, porque por increíble que pueda parecer hay gente en cuyo planeta los últimos cinco meses no han existido. O quizás sí y les ha encantado tanto el encierro que ansían volver a él. Por mí que no quede: con candado, si hace falta.