La expresión, en su sentido hoy más popular, la acuñó Karl Marx en relación con los revolucionarios de la Comuna de París de 1871, imputándoles de paso alguna imprudencia por querer dar ese paso sin tener contempladas todas sus consecuencias, y en especial las derivadas de la previsible reacción de quienes a la sazón usufructuaban las celestes alturas del poder.
Hay quien entre nosotros ha hecho fortuna con ella, utilizándola como una suerte de etiqueta o eslogan de un programa de elevación de los desfavorecidos y excluidos que no parece en estos momentos despertar el mismo entusiasmo que algún tiempo atrás.
Aquellos que iban a verse elevados continúan en su inmensa mayoría en la misma situación y destino, mientras que sólo unos pocos, en adecuada sintonía y proximidad con el asaltante líder, saborean las comodidades de los aposentos celestiales, que simplemente comparten en virtud de un acuerdo de gobernación con quienes de no excesiva buena gana les han admitido en la pomada.
Mientras asistimos a este simulacro, remedo o sucedáneo, se produce un asalto al cielo tan real como inquietante. Los que lo protagonizan no son revolucionarios irreflexivos abocados a la derrota ante las bayonetas al servicio de la oligarquía; tampoco hábiles propagandistas con más pretensiones en el discurso que bazas y convicción a la hora de llevar las teorías a la práctica.
A diferencia de unos y otros, estos asaltantes tienen las ideas y los planes claros y hablan poco mientras maquinan mucho y ponen todavía con más ahínco manos a la obra. Lo suyo no son las utopías, de buena fe o sin ella, sino el crudo beneficio después de impuestos y la cotización en Bolsa. Prosa pura y dura.
Sus nombres los conocemos todos. Ni siquiera hace falta escribirlos completos, basta con sus apellidos: Musk y Bezos. Mientras otros andamos entretenidos con fruslerías y quimeras, ellos se aprestan a llenar el cielo de satélites de bolsillo con los que esperan desplegar una rentabilísima red de comunicaciones de alta velocidad. Título sobre ese cielo del que se apropian y que a todos nos cubre no tienen ninguno: como usted o yo.
Lo que a ellos los hace diferentes es que tienen el dinero para fabricar los satélites y el desparpajo y la influencia necesarios para que la autoridad espacial de su país —que tampoco ostenta título de propiedad alguno sobre la bóveda celeste— les dé los permisos para ponerlos en órbita desde sus bases de lanzamiento.
El resultado se ha fotografiado esta semana gracias al paso cerca de nosotros del cometa Neowise. El astro viajero aparece tras una especie de jaula, la que dibujan en el cielo las estelas de un enjambre de satélites Starlink, que son los que componen la red de Musk, el pionero de este verdadero asalto a los cielos que se está consumando ante nuestras narices y sobre nuestras cabezas sin que nadie sepa cómo impedirlo.
Sería interesante conocer qué pensaría el viejo Marx de este fenómeno, un ejemplo más de esa irritante soltura con la que el capitalismo carente de escrúpulos se anota conquistas que para el socialismo siguen siendo un programa eternamente pendiente de realización.