Éramos juancarlistas como fuimos católicos o nómadas. El de las monedas de veinte duros, así, se nos iba pegando a la Historia íntima y a la pública, como hace el Tito Miguel con sus amigas nórdicas, con sus horarios institucionales y un restaurante en cada puerta. Esos restaurantes donde la merluza sabe a lo que debe saber el Cielo. Allí Juan Carlos entraba hasta la cocina, que las hambres en Estoril nos lo dejaron con una anemia y unas necesidades que la criatura tenía que cubrir.
Un chalet alpino y una rubia y la luz pagada es el sueño español de la clase media, tampoco nos engañemos, que desde Isabel II nos conocemos el percal.
Que sí, que éramos juancarlistas como podríamos haber sido curristas -del de la Expo- o macartistas, pero lo que fuimos fue eso: niños que se iban criando con el Rey bañándose en Palma y el cuché/Nodo contándonos, también, los despachos soporíferos en Marivent.
Por Juanito, nadie -del búnker o de fuera- daba un duro, y a última hora de la película se nos hizo, precisamente, ingeniero fiscal. "Estructura" opaca, que es lo que hacen niños malos de Deusto.
Lo fundamental es que hemos ido tragándonos un relato que pasaba por Europa, los Juegos Olímpicos y las lágrimas de Elena, que si Cristina era emprendedora, Elena, sevillana apócrifa, era muy sentida. Como Victoria Federica en los Isidros...
Pero la familia es una cosa, y el patriarca es otro. Mientras Pujol sigue en sus Pirineos y sus negocios con Ferrusola -a cada cual según sus necesidades-, aquí se nos va Juan Carlos al exilio tropical, que es donde nos iremos si nos dejan.
Ahora montan caceroladas contra Juan Carlos, la ministra de Igualdad lleva un mosqueo por el avión que le han hecho en la operación exilio y el populismo, en las calles, quiere a Montero y a Iglesias en la Puerta del Sol: ocurre que ni una es Azaña ni el otro Rivas Cherif.