Que el rey emérito ha incurrido en un grave descrédito ante el país y la ciudadanía es una conclusión que cabe extraer ya, sin necesidad de que se le impute ni mucho menos de que se le condene por ninguna acción delictiva.
Más allá de si el dinero de Oriente obedecía o no a un pago ilícito, el hecho de recibirlo, no declararlo y meterlo en maletines en el país, como parece a estas alturas razonablemente acreditado por el fiscal suizo, resulta de todo punto incompatible con la dignidad que un jefe de Estado debe tratar de mantener. Ante los jefes de otros Estados, de los que no debe ser deudor por ningún concepto, y ante todos los ciudadanos que, incluso con recursos escasos, hacen frente a sus obligaciones tributarias, con las que dicho sea de paso se costean los gastos, fastos y dignidades de la Casa Real.
Que ese descrédito salpica a la institución que Juan Carlos de Borbón encarnó, durante casi cuatro décadas, también es un hecho innegable. Más allá de su significación constitucional, que trasciende a la persona, y aunque no conste la implicación del actual titular de la Corona en esos comportamientos indebidos, no se puede ignorar que la reputación de una institución que se basa en la herencia transmitida de padres a hijos, legitimada por la Historia y carente de base democrática directa, sufre con los errores graves de quienes administran esa herencia una erosión notoria ante la percepción ciudadana. Y esta percepción, antes o después, acaba conformando la voluntad popular expresada en las urnas, que puede —cómo no— cuestionar la monarquía.
Por eso era necesario por parte del rey emérito un gesto de asunción de responsabilidades, no políticas, ya que la Corona no las tiene, sino de orden moral, por unas actividades que nunca debió permitirse y que de ningún modo puede pretender que los españoles consideren normales o aceptables. Por eso se lo hizo notar el Gobierno, y por eso, también, su propio hijo ha tenido que acabar instándole a mover ficha.
Lo que resulta francamente dudoso es que la carta que conocimos esta semana valga a esos efectos. Más bien parece el alegato irritado de quien concede de mala gana su ausencia del país, por tiempo indeterminado, ante un pueblo ingrato que le ha retirado por capricho su favor.
No deja de ser una pena que sea de esa guisa, arrastrada e incierta, como un hombre que tanto aportó a la convivencia de los españoles, y tanta gratitud e indulgencia recibió de ellos a cambio, se deslice fuera del escenario. Con ello provoca no sólo el pateo de los enemigos de la monarquía y de España, con el que ya debía contar, sino la desazón y el disgusto de no pocos que, siendo monárquicos o no, estaban dispuestos, pese a todos sus hechos atolondrados, a reconocerle su legado histórico y si no a excusar, sí a compensar sus sombras con sus luces.
Habrá quien piense que no cabe ir más allá, que no puede rebajarse y quedar a merced de la jauría que quiere aprovechar la ocasión para proclamar la república —o su república, o sus repúblicas—. Dada sin embargo la endeblez del republicanismo español —que se limita a tuitear aferrado a su sillón ministerial, o que escupe azufre contra el monarca mientras traga sumiso con las trapacerías de un antiguo molt honorable— la Corona tiene en España más consistencia de lo que parece. Bien podría ser esta una oportunidad para, con una verdadera contrición, fortalecerla y de paso ganar para su anterior titular la redención de sus faltas y de sus flaquezas ante el juicio de la Historia.
Lo anota, por cierto, un republicano, que cada vez confía menos en ver en su país la forma de gobierno que prefiere.