La escalada de contagios asociados a la noche y las meriendas subordina la expansión del virus a la domesticación del ocio y el recreo. Tenemos un problema con las nuevas generaciones, irredentas en la contención de su egoísmo. Se creen inmunes y actúan como si lo fueran por más que el registro de nuevos contagios señala a los jóvenes no sólo como propagadores sino también como las primeras nuevas víctimas, que no las últimas ni las más graves.
El estado de la cuestión es conocido. La progresión de la pandemia nos sitúa a merced de una nueva ola y nadie sabe si en unas semanas evitaremos el colapso sanitario que decantó el encierro de todo el país entre marzo y junio. Parece que en medio verano hemos desandado el esfuerzo de meses de confinamiento. Sin embargo, esta dilapidación del sacrificio colectivo no ha suscitado una mayor exigencia en los estándares públicos de prevención, ni una más contundente censura de los temerarios.
La promiscuidad suicida de los botellones y discotecas, con episodios tan grotescos como la aspersión de güisqui por un DJ o las proclamas negacionistas de Willy Bárcenas, retratan a una nación de jóvenes infantilizados e insolidarios, ante los que resulta complicado empatizar o sentir algo distinto a esa pasajera compasión a que mueven los inconscientes.
Frecuentar el exceso hasta convertirlo en hábito y flirtear con el peligro son querencias de los años mozos, cuando todo el mundo cree estar aquí para quedarse. Pero nunca fuimos tan suicidas ni despreciamos tanto la salud de nuestros seres queridos. No recuerdo ni en mis amigos ni en mí comportamientos que pusieran en peligro a nadie distinto de nosotros mismos. Arruinamos neuronas, vísceras y haciendas, pero nunca pusimos en riesgo la vida breve de nuestros abuelos. Esa es la gran diferencia.
A los poderes públicos se les puede exigir más eficacia en la gestión y mejor coordinación, más recursos materiales y humanos, el cierre de las discos y ordenanzas más restrictivas del ocio nocturno, o más humanitarias respecto de las condiciones de vida y trabajo de los temporeros de la fruta y la hortaliza. Pero hay un ámbito personalísimo sin cuya implicación será imposible hacer frente a un virus singularmente infeccioso y agresivo para el que no hay vacuna.
La salud y la viabilidad del país exige virtudes públicas, que caerán en saco roto si no cultivamos también las privadas. Ya no basta con prestigiar la prudencia y poner en valor el rédito social de la paciencia y la resignación. Urgen sanciones ejemplarizantes y un reproche social implacable frente a cualquier comportamiento de riesgo. Se echa de menos a los chivatos de los balcones. Tolerancia cero frente a los malcriados. Ya está bien de jugar a la ruleta rusa en cabeza ajena.