Existe una tendencia, que es mundial y es histórica, a opinar. Sobre el de al lado, sin que te pregunten, sin tener ni puñetera idea. Lo aceptamos porque forma parte del folklore popular y porque normalmente no nos afecta. Yo suelto por mi boca lo primero que se me ocurre, el de enfrente hace lo propio y pasamos la tarde frente a unas cervezas, inventando. Lo de informarnos debidamente es de maniáticos. Total, pa qué.
Pero el problema aparece cuando a esas teorías concebidas en ratos de aburrimiento se les une el catetismo exacerbado y se centran en algo que incumbe a la salud de todos. Muchos se han convertido, desde que empezó este sarao coronavírico, en médicos, científicos, biólogos y sabios por arte de birlibirloque. Lo de Miguel Bosé y amiguitos voy a omitirlo porque no sabría ni por dónde empezar, la verdad.
En la parada del bus, en las terrazas, en la cola del súper señoras y señores afirman con total seguridad de qué laboratorio ha salido el bicho, cómo se contagia, dónde se oculta la curación y cuándo tendremos la vacuna. A veces, muestran tal vehemencia en sus descubrimientos, que me veo obligada a consultar en Twitter si realmente hay alguna novedad al respecto. Algo confirmado por gente que lleve bata y agarre probetas, quiero decir, porque de los que visten traje tampoco me fío. Y con razón.
Porque esa es otra, unos inventan y otros no escuchan. No voy a volver a hablar de las mascarillas, de las PCR compradas a precio de oro cuando las podían fabricar los centros de investigación cerrados durante la cuarentena. O sí vuelvo a hablar, qué narices. Porque la invención y la sordera llegan por la misma razón: no le damos importancia al criterio de quien realmente sabe. Y no sé qué me da más miedo, si pensar que es por ignorancia o por prepotencia. Hablo de los despachos, lo del súper no tiene mayores consecuencias.
Me acojona inmensamente el hecho de que los señores que firman los papeles que determinarán el transcurso de mi vida en estos tiempos extraños pudieran ser de esos que no confían en los psicólogos porque ya charlan con sus amigos, que llevan el pelo sucio porque si se lo lavan mucho se les caerá, o que ignoran que el secreto de la mayoría de las cosas importantes que nos pasan o no nos pasan a los humanos se esconde en los cerebros de los señores listos de las probetas.
¿Quién me asegura a mí que las decisiones se tomarán tras escuchar a los que tienen información veraz? ¿Que el sentido común prevalecerá por encima de los intereses y la ineptitud de algunos? ¿Cuándo harán caso a quienes consideran imprescindible la realización de PCRs masivas? El exceso de celo no ha provocado ninguna catástrofe, que sepamos. Pero sí el exceso de laxitud. No solo mantuvimos secas nuestras barbas cuando vimos rasurar al cero las del vecino, es que tampoco reaccionamos frente a nuestra propia catástrofe, hay que ser gilipollas.
La situación se ha descontrolado en toda España, algo totalmente previsible. En la isla desde la que escribo, los casos de positivos se multiplican cada día. Con lo tranquilitos que estaban aquí.
Pero las ciudades todavía están vacías; en breve volveremos a las andadas y quién sabe si a los colegios (otro melón importante) y nadie nos ha contado si nos enfrentaremos como es debido a la cruda realidad, esa que es exactamente la misma que el catorce de marzo, o miraremos hacia otro lado, como es costumbre tanto en el súper como en los despachos. Si tomaremos las precauciones indicadas por los señores listos de las probetas o los del traje elevarán su dedo mojado al cielo, a ver qué nos revela el viento. Ojalá sea lo primero.