¿Y si un violador asesino estuviera a punto de escribir la mejor novela de todos los tiempos? ¿Y si los cuadros de Hitler hubiesen rebasado la categoría de lo aceptable hasta alcanzar la de lo extraordinario? ¿Y si Stalin hubiese filmado el mejor largometraje del pasado siglo? ¿Qué haríamos con todo ello? ¿Quemarlo?
¿Recuerdan las cosas que decía Alberti en el verano de 1936? ¿Y las que anotaba Torrente Ballester por aquellas fechas? ¿Llegaríamos a condenar a Baroja por sus malas pulgas? ¿O a Camba por algún que otro chiste fuera de lugar?
Escalofría colocar en un mismo folio los nombres de todos aquellos artistas que, al albur del extraño puritanismo moral que nos gobierna, corren el riesgo de ser fusilados en librerías, cines y galerías. Pongamos por caso a Louis-Ferdinand Céline, María Teresa León, Leni Riefenstahl o Ernest Hemingway.
¡He llegado a leer que Mary Shelley perdió la virginidad sobre la tumba de su propia madre! Hasta el bueno de Antonio Machado, asolado por las miserias de la guerra, le dijo al tenebroso general Líster: "Si mi pluma valiera tu pistola de capitán, contento moriría".
Yo los llamo "Los Innombrables". Ostentan un lugar privilegiado en la biblioteca y correría a por ellos, antes que a por cualquier otra cosa, si mi casa ardiera en llamas. La primera caja que salvaría lleva nombre de mujer y fue la que -¡a tantas generaciones!- nos enseñó a leer: Enid Blyton.
Cuentan las malas lenguas que le daba al jarro, que no hacía ni puñetero caso a sus hijas y que albergó simpatías por el nazismo en lo no tan profundo de su corazón. Me impactó enterarme de sus truculentas filias, pero no han conseguido empañar las cervezas de jengibre, los veranos eternos, los perros que parecían personas ni aquellos cobertizos en los que entraba toda una conspiración.
¡Por supuesto que Los Cinco y Los Siete Secretos brillan más que las miserias de Blyton! Porque sus libros dicen más del libro que de la novelista. Y esas son las mejores narraciones.
Como en casi todo, la literatura sagrada aporta una frase que enraiza con la génesis del problema, en este caso la dictadura moralista que inunda las redes sociales. Ya saben aquello de "quien esté libre de pecado que tire la primera piedra".
Una vez superado el obstáculo de la hipocresía -cosa que se antoja harto complicada- podríamos argumentar que, efectivamente, hay artistas que no aprobarían ante San Pedro ni en el enésimo septiembre.
Pero, ¿no resultaría más honesto -¡incluso más eficaz!- escribir la biografía de un autor despreciable antes que quemar sus libros? Si es la justicia lo que, de verdad, guía a los inquisidores, ¿por qué no armar extensos tratados que condenen a los malvados al escrutinio de lo eterno?
Ya no podría alegarse ese estúpido argumento de que la prohibición de una obra se dicta por la seguridad del público... porque el público podría leer y consultar. Ojo, toda la argumentación previa se refiere a libros, películas y cuadros que no exalten el terrorismo ni atenten contra los derechos humanos -en ese aspecto, el debate es distinto, pero también complejo-. Dicho de otra forma y con trazo muy grueso: hablamos aquí de las creaciones del indeseable, no de las creaciones indeseables.
¿Qué haríamos sin Los Innombrables de nuestra biblioteca? ¿No sería este mundo un lugar todavía más inhóspito? Ha llegado la hora de estampar el punto, conviene leer cada vez más rápido. Las piras de libros son como las guerras. Inherentes al hombre, asaltan los países cuando las conciencias se emborrachan con la morfina de la comodidad. ¡En garde! La luz en mi mesilla de noche, siempre encendida.