Desde hace algo más de una década, desde parte de la izquierda política y, sobre todo, de los separatistas, secundados por algunos politólogos, profesores de historia y periodistas, asistimos a una amplia ofensiva de descrédito de la monarquía parlamentaria, de propaganda a favor de la II República y de una idealizada futura III República.
A su favor, ese amplio elenco de propagandistas, tienen la evidente crisis del régimen de 1978, en una deriva continuada hacia la partitocracia desde 1977 y los casos de corrupción política, juzgados y condenados, a los que se añaden relatos y asunciones interesadas que repiten como versiones confirmadas.
Mi convencimiento es que no es posible, ni conveniente, la República en España. ¿Por qué razón? Porque la memoria histórica de los españoles (la de verdad, no la inventada por la izquierda, sino la vivida y transmitida por muchos millones de ciudadanos) nos ha vacunado de dos experiencias fallidas: 1873 y 1931.
En la Primera República el desorden fue superior a la peor pesadilla que pudo tener un Presidente demócrata republicano y después monárquico -accidentalista- como Emilio Castelar. En aquella Primera República, el Comité de Salud Pública, al estilo de la Comuna de París, el cantonalismo más la guerra declarada por los carlistas en el Norte configuraron un país caótico e ingobernable.
Con aquellos comportamientos, no es de extrañar que la Restauración del Rey Alfonso XII fuera recibida en España, en 1875, como una salvación y una liberación. Por otra parte, la II República fue más el resultado de un derrumbamiento que una aspiración nacional republicana generalizada. Los líderes republicanos no supieron integrar en el nuevo régimen de 1931 a los monárquicos y católicos; no hubo en España un Thiers o un Gambetta respetuosos con la tradición histórica de Francia, con los derechos de los conservadores y con una visión inclusiva de la República.
Azaña era lo contrario de Thiers y la izquierda española, mucho más radical que la actual, entendía la República liberal y parlamentaria como una etapa incómoda y transitoria hacia la dictadura del proletariado. Con esos mimbres, pasó lo que pasó: una sublevación nacional y, no sólo, de parte del ejército.
Uno de los grandes logros de la Transición española ha sido incorporar al PSOE a la estabilidad institucional. Democracia y libertad son compatibles con la monarquía parlamentaria como ha sido evidente, desde inicios del siglo XX, en el resto de monarquías europeas. Un Rey como S. M. Felipe VI aparece como una garantía de estabilidad y de los derechos y libertades de los españoles. De ahí la inquina de los separatistas y neototalitarios comunistas disfrazados de populistas.
Ahora, estos políticos más los periodistas y profesores universitarios, de tergiversada memoria histórica republicana, aspiran a romper la Constitución de 1978 por la vía de una “nueva mayoría social”. Sorprende que para esto cuenten con una impagable complicidad de medios de comunicación y una pasividad llamativa de las élites políticas, culturales y empresariales. Ha sido más evidente el apoyo expreso de la monarquía parlamentaria de los socialistas Felipe González o Alfonso Guerra que el revelador silencio acomplejado de empresarios genuflexos sometidos a Moncloa y líderes pasados de la derecha política española.
Con todo hay que tener cuidado en que el remedio de la crisis política que padecemos no sea peor que la enfermedad. El historiador Gabriel Tortella acierta cuando en un esclarecedor artículo, el pasado sábado en diario El Mundo, define a España como “el hombre enfermo de Europa”. Su diagnóstico de los problemas e insuficiencias de la evolución del régimen del 78 son plenamente acertados. Seguro que la solución de reformas necesarias que Tortella preconiza no es la dictadura militar, pero su apelación a un nuevo “cirujano de hierro” no es afortunada. Alfonso XIII pagó con el Trono su aceptación del “cirujano de hierro”, Miguel Primo de Rivera.
Con la experiencia de las dos pasadas repúblicas y con un eventual Presidente de la III República, miembro de un partido, no parece que ese proyecto sea atractivo para una “mayoría social”. El argumento de que la república es más democrática por la elección cada cuatro años de la Jefatura del Estado a diferencia de la monarquía es harto endeble: cualquier monarquía parlamentaria europea es tan democrática o más que cualquier otra república de la Unión Europea; y sin comparación con decenas de repúblicas autoritarias o dictatoriales en el resto del mundo.
Los actuales problemas de convivencia de los españoles en regiones periféricas españolas, con el poder opresivo de nacionalistas excluyentes, supremacistas e identitarios, harían insoportable la vida diaria a millones de españoles en una República de “territorios federados”. Si a esto unimos el proyecto de la extrema izquierda de más burocracia, subvenciones ilimitadas y elevados impuestos, la España del siglo XXI, en lugar de hacer frente a los retos del presente, repetiría los errores cantonalistas, separatistas y caóticos del pasado.