Pablo Casado dice que no tiene nada que ver. Que él solo era diputado por Ávila. Que pasaba por allí, vamos, sin prestar demasiada atención y que, desde luego, lo hacía consciente de que su mirada no generaría consecuencia alguna. El Ministerio del Interior de la era Rajoy utilizó dinero público para investigar a Luis Bárcenas, ex tesorero del PP, para de ese modo interceptar información que pudiera afectar al partido, según el juez de la Audiencia Nacional José de la Mata. El escándalo del espionaje parapolicial del último Gobierno de los populares ahonda la imagen de corrupción que en estos últimos tiempos se empeña en escoltara distintos miembros del partido conservador.
Pablo Iglesias, sobre lo suyo, dice que no hay caso; el vicepresidente lo lleva advirtiendo con firmeza ya algún tiempo;pero la Fiscalía de Madrid aprecia indicios de delito y solicita que se continúe con la investigación sobre la contratación por parte de Podemos de la consultora Neurona para las elecciones del 28-A. Es cierto que también pide restringir otras pesquisas sobre la supuesta “caja-B” del partido morado, al considerar que el juez actúa solo en base a rumores y sospechas del excoordinador general José María Calvente.
El partido socialista, presente siempre, ha decidido vetarla posibilidad de abrir una investigación a su socio de Gobierno y al mismo tiempo, sin embargo, pide una comisión parlamentaria que indague la legitimidad de la actuación de los populares.
Este país no tendrá arreglo hasta que no haya políticos que abracen la auto-investigación. Es más, debería constituir una obligación que uno, cuando entra en política, se dejara investigar con todo el rigor, y todo el tiempo.
Pero no solo que lo permitiera, sino que reclamara esa investigación desde el inicio y por voluntad propia. Debería defenderse la idea de un escudriñamiento profundo y constante. “Vengan, miren: aquí no hay nada diabólico, todo es rigurosamente no solo beneficioso para la ciudadanía, sino también estrictamente legal”. Pero, lamentablemente, no solo no es así, sino que en España nos encontramos en el lugar opuesto a semejante principio: aquí nadie quiere que miren bajo sus alfombras, aunque después se embarquen en implacables cruzadas para denunciar las suciedades que habitan los bajos de las moquetas de sus rivales políticos.
Hay, sí, alguna excepción menor. El portavoz adjunto de Ciudadanos, Edmundo Bal, ha sugerido que podría apoyar comisiones que analicen la legalidad del comportamiento de morados y populares, si bien cabe preguntarse si haría lo mismo si fueran ellos los investigados.
Cuando acabó el bipartidismo, los nuevos partidos parecían traer aire fresco a una clase política estancada en un pasado en el que las complicaciones judiciales no asomaban como una amenaza. Nunca, o casi nunca, pasaba nada. Tanto tiempo después, casi una década, del 15-M, tantas legislaturas después del crecimiento exponencial del partido que se creyó en el centro, el que capitaneó Albert Rivera, no estamos en un lugar muy diferente.
Solo cuando los partidos los lideren garantes de la autoexigencia y la autocrítica, profesionales que promuevan antes que otras la investigación de sus propias organizaciones,solo entonces los políticos conquistarán la complicidad de los ciudadanos. Mientras tanto los votantes seguirán otorgando su confianza al menos malo. Mientras tanto, todos seguirán acusándose, pero todos se hallarán bajo sospecha.