Los detalles de la operación Kitchen contribuyen a frivolizar la trama político-policial más grave habida en España desde los GAL. Conocemos los alias El Barbas, El Asturiano, La Pequeñita, La Rubia o Polla y jugamos al quién es quién, en lugar de preguntarnos en qué momento los apodos suplantaron a los personajes. Nos enteramos de que el chófer de los Bárcenas fue retribuido con 53.000 euros y enchufado en la Policía y nos fijamos en la minuta del soborno, en lugar de escandalizarnos por la falta de escrúpulos en los resortes más sensibles del Estado.
Puede que esta devaluación de la ética por influencia de lo morboso sea un efecto colateral de la telebasura. La honda cultura del esperpento, tan arraigada en España, ha sido contaminada en las paradas ligeras de las televisiones, donde el frikismo es una escuela de éxito y la nadería una omnipotencia. Pero todo tiene consecuencias, incluso el crimen.
La Kitchen es tan grave y tiene tantas implicaciones que ni la invocación a Valle-Inclán, ni la nostalgia por Berlanga, ni el recuerdo de la factoría Torrente podrán aliviar o dulcificar la trascendencia de un caso que desprestigia altas instituciones del Estado, extendiendo además la especie de que la democracia española es falible y purulenta.
Cuanto atañe a la Kitchen exhala el tufo de una espantosa putrefacción de origen preciso. Desde el Gobierno se utilizaron los fondos reservados para espiar a la familia Bárcenas con ánimo de extorsionarla y destruir pruebas sobre una corrupción que, además de afectar al partido en el poder, fue investida del máximo poder.
Ninguna formación política y ningún liderazgo en una democracia normal aguanta algo parecido. Si la derecha no es capaz de reaccionar con firmeza y sacudirse sin remilgos la inmundicia que este asunto interno supura a sus siglas, quedará privada de recursos morales con los que apuntalar el relato de su autoestima. Quedará huérfana o a merced de salvapatrias metidos a timoneles. Y no es eso lo que necesita este país.
Son sus dirigentes actuales quienes deben limpiar las sentinas de su propia casa, romper amarras, abrir expedientes, forzar expulsiones. Casado tiene una responsabilidad más allá de alegar que salía en las fotografías por su condición de diputado por Ávila. Un gesto necesario, perentorio, sería dejar de boicotear la renovación del CGPJ, que debe nombrar a los jueces que irán a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo donde se juzgará Gürtel.
La tentación de impostar victimismo y aguardar a que escampe bajo el calabobos de una insuficiencia disfrazada de resentimiento, o a la espera de que los propagandistas de oficio levanten el burladero de una redención sin sacrificio, sólo puede empeorar la situación. En política, como en la vida, las catarsis irresueltas te las acaban imponiendo los demás. Y su factura es siempre más onerosa.