Confieso que no he podido dedicar tanto tiempo a seguir el complejo caso de una tal Dina sobre un móvil extraviado o robado y de las agotadoras secuelas de un presunto montaje de persecución o de falso espionaje policial.
Tampoco trato de justificar o entender los casos sub-judice de corrupción derivados de la financiación de terceros países dictatoriales (Venezuela, Bolivia, Irán y otros) interesados en el ascenso electoral del partido Podemos.
La inevitable corrupción de Podemos procede, más que de la decisión de sus dirigentes, del modelo de partidos y sistema electoral español que lleva a todos los partidos políticos (incluidos los regionales, llamados nacionalistas) a centralizar gastos e ingresos y a gastar sumas enormes de dinero, muy por encima de los recursos que les facilitamos y pagamos los contribuyentes.
En España, los partidos se inician desde una cúspide (minarete, según definición de Miguel Herrero de Miñón) y se desarrollan con delegaciones locales y provinciales. La cúpula del partido recibe las subvenciones públicas y administra los recursos. Unos estatutos centralizados y la disposición del dinero blindan al dirigente de turno, de modo que sus seguidores partidarios son tanto más entusiastas cuanto más reciben del maná de Madrid y, en el caso de los regionales, de Barcelona o de Bilbao.
El PSOE y una tambaleante UCD diseñaron un sistema de financiación pública de los partidos (a costa de los contribuyentes) que no tiene parangón en ninguna democracia occidental y que no ha dejado de incrementarse desde 1978 y hoy alcanza los sesenta millones de euros al año. A esto hay que añadir otros sesenta millones de euros que reciben los grupos parlamentarios de las Cortes, de los parlamentos regionales y de los ayuntamientos.
La aportación que los presupuestos nacionales realizan a todos los partidos con representación parlamentaria, regional o local son más que suficientes para afrontar unos gastos regulares de funcionamiento de su estructura. Además, las campañas electorales tienen financiación pública extraordinaria. Según los datos declarados de los partidos por el concepto de "aportaciones de grupos institucionales", se duplica la subvención pública a todos los partidos, superando la cifra de 120 millones de euros.
La versión de que la corrupción política es debida a una insuficiente financiación de los partidos es falsa. Los partidos españoles son devoradores insaciables, como Gargantúa y Pantagruel: incrementan, año tras año, sus gastos y siempre necesitan acumular y disponer de más dinero.
En Norte América y en Europa la financiación pública de las campañas electorales tienen al candidato como centro de la subvención, no al aparato central del partido. Por supuesto, no hay sistema perfecto. Muchos congresistas electos deben su orientación de voto posterior en el Congreso a sus financiadores privados (cuyos nombres deben publicarse por encima de una suma limitada). Prácticas ilegales o abusivas son penalmente castigadas y, en cualquier caso, el candidato electo (no el partido) es el responsable y se debe mucho más a sus electores que al aparato del partido.
En España, desde el inicio de la Transición, sobre todo después de 1982, el modelo de financiación pública tendía a reforzar la dirección de los partidos en detrimento de la financiación directa de los candidatos. El interés de los aparatos era y es convertir a los diputados nacionales y regionales en obedientes funcionarios dependientes de quien los pone en las listas. La ley consigna la mayoría de los recursos públicos en la dirección nacional del partido (salvo los de ayuntamientos y asambleas autonómicas) y de ese modo se refuerza a la cúpula dirigente.
Podemos acaba de iniciar la novedad de militante cotizante de tres euros al mes para llegar a todos los barrios y ciudades. Donaciones declaradas y cuotas de los afiliados apenas cubren entre el diez y el veinte por cien de los gastos de los partidos. Los contribuyentes, el endeudamiento bancario y el dinero por fuera son la base de los costosos gastos de estructura local, regional y nacional de las organizaciones políticas.
Por ello, habida cuenta de la experiencia, mientras no se modifique la ley de partidos políticos (que limite el dominio del minarete sobre la organización que existe en todos ellos), la ley electoral y la ley de financiación de los partidos, la corrupción será lo normal. La democracia interna, la limpieza y honradez de los partidos, con las actuales prácticas generalizadas, son una excepción y casi una heroicidad.
El drama es que quienes pueden decidir esas reformas (los líderes de todos los partidos) son los más interesados en el mantenimiento del actual sistema. Desde el fin del bipartidismo en 2015, es evidente que existe un espacio reformista. Parte de la población española está a la espera del partido o del líder que sepa y quiera conectar con una opinión hastiada y cansada, y que demanda cambios sin los sobresaltos y aventuras de rupturas populistas.