La historia la padecen los pueblos y la escriben los vencedores, pero la cuentan los maestros, los legisladores, los periodistas y los poderosos que ocupan la superestructura de la sociedad. La historia se erige sobre la memoria de sus protagonistas, cuyo testimonio permanece o se disipa al calor del relato dominante.
La memoria es el gasoil que quema el motor gripado de la historia. Por eso conviene refrescarla con libros aunque sea por decreto. Para que un partido democrático no vuelva a presumir de talante con un eslogan del año 47 en la Plaza de Oriente: "¡Ni rojos ni azules!. Y para que un partido nostálgico no haga apología del “campo de batalla” como altar de la verdad que unos españoles impusieron a otros a sangre y fuego durante 40 años.
La historia reciente de España bascula entre esas dos expresiones de nuestro pasado. La de una desmemoria refrendada en las páginas que aún omiten los libros de texto. Y la del fascismo desacomplejado que regresó alentado por el odio al amparo del desconocimiento.
La ictericia que la Ley de Memoria Democrática suscita justificaría por sí sola el examen de su oportunidad. Entre los argumentos y presunciones demoníacas con que se critica la iniciativa hay algunas contradicciones.
Alegan que pretende dinamitar el espíritu de la Transición los mismos que reivindican la fortaleza de la democracia. Alegan que busca una “victoria retroactiva” los mismos que celebran una reconciliación fraguada sobre la paz, la piedad y el perdón. Y alegan que desempolva el espantajo de Franco con ánimo de enfrentar los mismos que aseguran que el recuerdo del sátrapa a nadie importa. Pues una cosa o la otra.
Yo creo que la democracia española es fuerte, que la reconciliación fue una prueba superada y que la dictadura es un lejano y aciago recuerdo. Por eso me parece un ejercicio moral y de autoestima cualquier medida que contribuya a diferenciar a las víctimas de los victimarios. Los horrores de la guerra de los horrores de la victoria.
La historia se escribe, pero también se cuenta. El relato de la historia permite a los pueblos construir el mito de su identidad y mirarse al espejo de su pasado desde el orgullo o desde la vergüenza. Tras la conflagración que barrió Europa entre 18 de julio de 1936 y el 8 de mayo de 1945, nuestros vecinos franceses e italianos esgrimieron una autocomplacencia que no se compadecía ni con el colaboracionismo del Régimen de Vichy ni con el fascismo que prendió la tierra del Duce. Ambos escogieron el relato que necesitaban para abrazarse sin complejos a la causa de la libertad. Los alemanes, derrotados, expiaron sus crímenes haciendo de la desnazificación el marchamo de su supervivencia y de su progreso.
Aquí lo hicimos de otro modo. Como Franco ganó dos veces levantamos nuestra autoestima en el mito de una Santa Transición que no se compadecía con la simbología del Régimen, ni con los títulos nobiliarios de los vencedores, ni con el silencio de las cunetas. Pero ese relato de hechos sólo nos permite enorgullecernos de nuestro pasado pasando de puntillas por la Guerra Civil y la dictadura. Ha llegado el momento de romper ese tabú.
Ni rojos ni azules, vamos.