La vida en el Sinaí, ese desierto interminable e inhóspito que es preciso cruzar antes de llegar a la Tierra Prometida, es dura y por momentos insoportable. Que se lo pregunten si no a Pablo Casado, gestor de los escombros del PP, igual que hace unos años podría habérsele preguntado al brillante Alfredo Pérez Rubalcaba, por aquel entonces a cargo de las ruinas del PSOE. Este vio cómo su partido caía de los 169 escaños obtenidos en las elecciones de 2008 a los 110 de las celebradas en 2011. Más de un tercio de desplome, como consecuencia de la desastrosa gestión de Zapatero de la crisis financiera y sus alrededores.
Lo de Casado ha sido mucho peor, quizá porque la causa de la desafección era más compleja y profunda y el entorno mucho menos favorable, con la aparición de dos partidos dispuestos a esquilmar los caladeros tradicionales del voto popular. El hecho es que Casado, incluso con la leve recuperación lograda en las últimas elecciones, tiene que administrar el hundimiento desde la holgada mayoría absoluta de 2011, de 186 escaños, hasta los 89 actuales: casi un centenar de diputados, más de la mitad de los que Rajoy consiguió para vadear la legislatura en la que se terminó de cuajar y declarar la carcoma que corroe al PP.
Por si la herencia no era lo bastante terrorífica —con toda la financiación del partido cuestionada, exdiputados, exsenadores, exconsejeros, exministros y expresidentes autonómicos varios imputados o en prisión—, ahora va y le estalla el sórdido asunto conocido como Kitchen, que si los indicios se confirman implica una utilización espuria e infame de las instituciones y los fondos públicos para un lavado de bajos tan torpe como mugriento.
Y no es lo único adverso que en estos días les ocurre a los populares. Ahí está el tropiezo de la catastrófica gestión de la epidemia en la Comunidad de Madrid, saldada por ahora con el confinamiento selectivo de los barrios pobres —medida esta de impredecible coste político—, y que se quiera o no, y sin caer en el grosero traspaso de culpas con el que otros intentan escurrir el bulto de sus propias responsabilidades, algo tiene que ver con una determinada gestión de la sanidad madrileña y con el estilo a menudo desconcertante y nunca tranquilizador de quien por elección de Casado ostenta la presidencia autonómica. Que en alguno de esos barrios el centro de salud estuviera cerrado días y días por falta de médicos es algo más que una anécdota.
Sí, pueden intentar defenderse —y de hecho lo intentan— tratando de llamar la atención del respetable sobre las rapiñas probadas o presuntas de otros, como los ERE de Andalucía o las sospechas de financiación ilícita de Podemos; pueden, también, cargar las tintas sobre las múltiples torpezas, negligencias y aun dejaciones cometidas por el Gobierno de coalición en la gestión de la crisis sanitaria. Pero lo de los ERE está amortizado, a lo de los morados le falta un hervor y contra la Covid-19 casi todos los Estados han fracasado en mayor o menor medida, aunque nadie en España como ese buque insignia de su flota, la Comunidad madrileña, que deberían recordar que ya no pilotan por derecho de conquista, sino bajo licencia de Ciudadanos, un partido que bien puede oscilar al otro lado, y de Vox, que sólo aspira a ver pasar el cadáver del PP para asentar sus reales en su predio.
Lo perentorio, lo acuciante, lo que aprieta y ahoga, es ese millón de madrileños a los que va a haber que limitarles la vida desde el lunes, y que se preguntarán si no se pudo hacer nada antes para evitarlo. Y algo peor: el exministro ya imputado que se enfrenta al dilema de hacer de tapón de una cloaca rebosante que le humedece los zapatos. La vida en el Sinaí puede llegar a ponerse muy cuesta arriba. Moisés no llegó a hollar Canán.