-Voy creyendo firmemente que todo reside en la costumbre. Y que, muchas veces, la muerte puede consistir en ir perdiendo la costumbre de vivir
César González-Ruano
La oscuridad de César González-Ruano es irresistible cuando se coloca en el espejo de la luminosidad de sus textos. A eso dediqué la columna de la semana pasada. Antes de acomodar al maestro de nuevo en la biblioteca, compré un último libro suyo y, al abrirlo, me prometí estrenar una dieta algo más variada.
Mis cien mejores crónicas llegó con ese olor a casa vieja y un secreto escondido entre sus páginas, que ahora obliga esta segunda parte. El anterior propietario había guardado el artículo que César publicó el día de su muerte: 15 de diciembre de 1965. Una autonecrológica inesperada. "A nadie se le dan los muertos mejor que a mí", solía presumir el dandy de bigote alfonsino.
Se titula "La costumbre" y, entre sus líneas, se puede leer el titánico esfuerzo que hizo Ruano para no claudicar y cumplir con su cometido: publicar. El tema es deslavazado y la escritura confusa, pero esa vida entregada a la literatura sin importar el precio palpita con fiereza inusual.
Aquel Ruano, hundido en la cama, aquejado de falta de oxígeno y todavía más delgado que siempre, reconoció ya privado de la exquisitez gramatical que le caracterizaba: "Si no puedo hacerlo se me apoderaría una tristeza cuyas consecuencias moralmente serían terribles y me acercarían a una muerte segura".
Incluso inundado de enfermedad... ¡Ruano creía que le mataría antes la decepción de no haber culminado una columna! En César -como bien cuenta su biógrafo y amigo Marino Gómez-Santos (Renacimiento)- casi todo era pose... salvo su tenebrosa obsesión por publicar.
"Ese es el camino: publicar todos los días, del mismo modo que se asea uno cada mañana. Publicar, publicar, publicar donde sea. Abrir los ojos a la vida, leer mucho y que la escritura sea amante perpetua", llegó a anotar.
Fascinado por esa atractiva esclavitud, llamo a su hijo. Porque un hijo es el testigo encarnado de la inocencia. La mirada limpia del niño que todavía puede discurrir sin que le nuble la palabra ajena. ¿Cómo era Ruano en zapatillas de casa?
César de Navascués -firma con el apellido de su madre- nació en Berlín en 1940, cuando su padre era corresponsal de ABC. Allí escribió al dictado del Reich y llegó a firmar artículos que ni siquiera brotaron de su muñeca.
-Buenas tardes, César. Me gustaría hacerle unas preguntas sobre su padre.
-El famoso libro... ¡todo es mentira! Los mismos autores lo dicen. Reconocen no haber podido probar nada de lo que escriben. Se basan en las informaciones que les da un ex guerrillero anarquista al que califican de historiador.
Se refiere al libro El marqués y la esvástica (Anagrama, 2014), que vinculó a Ruano con chanchullos fronterizos que dejaban a judíos indefensos ante la Gestapo. ¡Y yo que llamaba para hablar de otra cosa! ¡Ese fue el tema de la semana pasada!
-Don César, no pensaba preguntarle eso al principio de la entrevista...
-Es que eso fue antiperiodismo.
-¿Su padre le contó algo de lo que pasó en París? -fue detenido por los alemanes cuando llevaba encima 12.000 dólares, un diamante de nueve quilates y un pasaporte con la casilla del titular en blanco. A punto estuvo de ser fusilado.
-Lo que él cuenta en sus memorias es lo que hay.
Viendo que la conversación corre el riesgo de atascarse, volvemos al punto original: la obsesión por el artículo y esa ansiedad por publicar.
-Hábleme de su casa. ¿Qué ocurría dentro?
-Nuestro modo de vida no era muy corriente. Mis padres no se casaron nunca. Eran muy liberales, aunque estuvieron juntos desde mediados de los años treinta hasta que él murió.
Mary de Navascués debió de ser una de las mujeres más atractivas de la burguesía madrileña. Se contaba que Pío Baroja se enfadaba si, en la tertulia de su casa, alguien le tapaba la vista.
Locamente enamorado, Ruano asoló su domicilio de la calle Ríos Rosas con retratos de Mary. Algunos, según cuenta el biógrafo Gómez-Santos, de estilo... voluptuoso.
-Oiga, ¿eso es verdad?
-Sí, toda la casa estaba llena de retratos de mi madre. Algunos de ellos de notable calidad porque mi padre tenía muchos amigos pintores.
-¿Y cómo era el despacho de su padre?
-¡No tenía despacho! Se levantaba temprano, iba al barbero y después al café, como un oficinista. Se cabreaba si sus amigos aparecían antes de las doce y media. No les atendía hasta que acababa sus artículos. Después, había tertulia. Mi madre solía pasar a recogerle.
En Ríos Rosas, 54 también vivía Camilo José Cela: "¡Compartíamos hasta un tabique! Mi padre y él daban golpecitos a la pared y se intercambiaban mensajes. Se llevaban bastante bien".
César de Navascués también fue periodista, aunque no siguió los consejos que le dio su padre: "Emprendí un camino totalmente distinto".
-¿Por qué?
-Siempre me repetía que afrontara el periodismo como una manera de hacer literatura, pero yo escribía noticias. Solía repetírmelo bastante, aunque no se enfadaba. Era muy cariñoso conmigo.
-¿Le gustó que firmara con el apellido de su madre?
-Sí. Me contestó: "Así no estás con la pejiguera de ser el hijo de...". Le pareció muy bien. Recuerdo que un día me dijo: "Si sales Shakespeare, me hundirás a mí". Eso le pasó a Ortega Munilla, un autor bastante conocido en su época y que la gente ha olvidado. En cambio, su hijo seguro que le suena...
Estas fueron las últimas líneas de César González-Ruano: "Voy creyendo firmemente que todo reside en la costumbre. Y que, muchas veces, la muerte puede consistir en ir perdiendo la costumbre de vivir".