Mañana se celebra el Día Mundial de la Salud Mental. Este año, más que nunca, deberíamos prestarle atención a nuestras cabecitas. La pandemia no solo afecta a nuestro cuerpo, también a nuestra mente y a su estabilidad, que ya andaba un tanto coja.
Tenemos miedo a ponernos enfermos; a dar positivo, porque eso supone el confinamiento, tan triste y tan aspirador de vida; a que manden a los niños a casa, a ver cómo me lo monto en el trabajo; a quedarme sin trabajo si es que no ha pasado ya; a que mis padres se contagien.
Un sarao monumental, la verdad. Y sobre él, todo lo que ya nos zampábamos: el estrés laboral, de la casa, los madrugones para llegar a ese todo que nos han vendido y que es imposible. La desconexión total de nuestras necesidades y querencias. El cortisol y la adrenalina saliéndosenos por las orejas. Esto sin contar patologías previas y diagnosticadas.
En tiempo de coronavirus, la ansiedad es la reina del cotarro. Quien ya la sufría, lo está flipando. La imposibilidad de control ante lo más nimio choca de frente contra este trastorno tan habitual como terrible. Muchos que no la conocían se han topado con ella durante los últimos seis meses. No sé qué me pasa, me ahogo, me voy a morir, pierdo el mundo de vista. Pero no te mueres, es tu cuerpo, encendiendo la alarma porque algo que anda oculto lucha por salir y se manifiesta como buenamente puede.
A la impotencia por sentirla se une el temor por la incomprensión, la propia y la ajena. Si no me estoy muriendo realmente, tampoco es tan grave, pero lo vivo como una catástrofe. Y es que así es nuestra cabeza de cabrona.
La solución, por llamarlo de alguna manera, pasa por entender qué, por qué y para qué nos sucede semejante asquerosidad. Para ello es necesario acudir a un profesional, ya sea psiquiatra o psicólogo, alguien que nos ayude a bucear en las verdaderas razones de la desazón, a encontrar el interruptor que nos dispara. El rodearse de quien nos atienda y nos entienda es imprescindible para capear la tormenta de la mejor manera posible. No temamos medicarnos si nos ayuda a sobrellevar, de la misma manera que no lo hacemos cuando nos duele la cabeza o necesitamos antibióticos. Dejémonos de prejuicios y de ignorancia.
No nos avergoncemos, no somos nuestra ansiedad, de la misma manera que no somos nuestros pensamientos. Ojo, ni los nuestros ni los de aquellos que nos rodean y que quizás acrecentan el desasosiego. Si hay que separarse de quien mete el dedo en la llaga continuamente, se hace y punto.
Preguntémonos qué nos gusta, qué nos apetece y lancémonos sobre ello. Un rato de silencio al despertarme, un masaje, un baile al ritmo de mi canción favorita.
Repitámonos que nos merecemos lo bueno, no por haber sufrido algún tipo de penitencia o por ser un santo, sino por el mero hecho de existir. Es más, aunque no suframos de ansiedad, dediquémonos a disfrutar, que esto son cuatro días.
Estemos presentes siempre, pero más ahora. Porque en este entorno majara, lo que nos sirve hoy, mañana es inútil. Entonemos un alto y claro “¿cómo estás?” seguido de un amable “¿qué necesitas?”. Mueve el cuerpo porque así oxigenas la mente y generas endorfina, que es una hormona de lo más simpática. Ríe, porque el humor nos salva la vida.
Escribe, y no porque lo diga yo, que me dedico a esto y le tengo un cariño estratosférico, lo dicen psiquiatras como Marian Rojas, a la que hay que leer y escuchar. Nuestra amígdala (la del coco, no la del cuello) se alivia cuando le damos al boli y al papel. Añado el placer mágico que es crear un texto donde antes habitaba la nada.
Termino esta columna entonando un llamamiento a las ganas: de conocernos, de ser felices, de mirar hacia el lado bueno de la vida, de tratarnos con amabilidad, de aprender. De aprendernos.