Ha sido esta una semana horrenda para quienes, pese a todo, preferiríamos poder creer en que nos hemos dotado de un Estado de derecho que provee con razonable eficacia y justicia a la procura del bien común y la protección de los derechos y las libertades de los individuos. Una de las condiciones para que un sistema tal subsista y se mantenga en el tiempo es que conserve un mínimo de consenso y de credibilidad, y en lo que respecta a esta última, son sus gestores quienes han de preservarla.
Lo que nos hemos encontrado es todo lo contrario. Una vez más, varias resoluciones judiciales —acertadas o no, la cuestión aquí no es esa— se ven desautorizadas como el producto de mentes trastornadas o sectarias por personas que desempeñan responsabilidades institucionales, sin que tras esta imputación se adivine mucho más que la inconveniencia de la resolución en cuestión para sus intereses particulares y políticos. De todas las decisiones judiciales se puede discrepar, faltaría más, pero la vía para hacer valer esa discrepancia en un Estado de derecho es el recurso: ante el tribunal superior o si no lo hubiere ante el de Estrasburgo. Conviene recordar que sobre los atropellos de los derechos fundamentales en nuestro ordenamiento no tienen la última palabra nuestros jueces, sino unos que la pronuncian en esa ciudad francesa, van bastante por libre y no es, por cierto, la justicia española a la que más suelen enmendarle la plana.
Cuando en lugar de acudir a los mecanismos legalmente previstos se abre por tierra, mar y aire el cañoneo contra el juez de turno, y a través de él contra la justicia a la que representa, se está afirmando el valor superior del propio interés y la propia ideología, con lo que se invita a la ciudadanía a que haga igual y a que desatienda, cuando no le plazca cumplirlo, el mandato de cualquier autoridad; incluida la que ejerce quien desde un sillón ministerial o un escaño se permite semejantes exabruptos.
Por si esto no fuera suficientemente disolvente, que lo es, dos administraciones condenadas a entenderse, porque ambas tienen encomendada, entre otras misiones, la protección de la salud de los ciudadanos y de los recursos del país, protagonizan un vodevil que, tras una primera imposición desautorizada por la justicia —en una de esas decisiones despachadas sin más como fruto del afán espurio de los seis magistrados firmantes de desconfinarse a sí mismos—, desemboca en la ruptura y en el establecimiento imperativo de un estado de alarma. No es que no importe delimitar las responsabilidades de unos y otros, o anotar en el marcador de cada uno la porción del desastre que le toca; pero ante el conjunto de la ciudadanía el resultado es desolador: quedan deslegitimados ambos, y de rebote el propio sistema.
Para buena parte de la población el gobierno autonómico madrileño ha porfiado en adoptar medidas insuficientes; para otra parte, el gobierno central no ha parado hasta imponerles a los madrileños medidas que no impondría a otros; para algunos, pueden afirmarse las dos cosas al mismo tiempo. El caso es que los policías que tengan que exigir —y que exigirán, como es su obligación— que se cumplan las normas, serán percibidos como agentes de un despotismo odioso, por unos, como benefactores frente a un gobierno imprudente, por otros, y como sufridores de un marrón por quienes no tengan tan nítida beligerancia.
Uno preferiría que pudieran cumplir con su deber sintiendo que todos los ciudadanos, al margen de sus ideas, lo aceptan de grado como expresión legítima de un Estado que funciona. Pero parece que eso, definitivamente, no está a nuestro alcance.