¡Qué privilegio tan grande desconocer los entresijos del cine! ¡Qué placer tan delicado poder sentarse en una butaca sin más pretensión que la de absorber una historia! Me da miedo la pantalla. Temo las grandes películas por lo que puedan enseñarme. Quiero seguir siendo el ignorante que lee a los críticos y piensa: "Deben de estar hablando de otra cosa".
Henchido por ese privilegiado desconocimiento, me planté en la sala para esnifar la última de Woody Allen. Para mí -estoy seguro de que a muchos les ha pasado-, juntar La Concha con el autor de Annie Hall ha sido algo así como encontrar, de pronto, a mi equipo de fútbol mencionado en El Quijote.
Mientras alcanzaba el puesto de las palomitas, me vi ametrallado por todas esas crónicas que hablaban del "fracaso y ocaso" del director. Es como si hubiera una conspiración contra Allen, igual que la de los políticos abertzales que rehúsaron estrechar su mano en las calles de Donosti.
Precisamente, allí me pilló el rodaje de Rifkin's Festival. Ubicación exacta: Pasajes. A pocos metros de la casa donde se alojó Victor Hugo. Entre pintxo y pintxo, nos topamos con un mercadillo antiguo de esos en los que se mira mucho, se toca todo... y se compra poco. Pero lo que se compra, ¡ay!, se queda para toda la vida.
Total que pregunté a qué hora abría porque, a pesar de ser al aire libre, un cordón impedía la entrada. "Oiga, que aquí no se puede comprar, esto es una escena de Woody Allen". ¡Ya decía yo que me había gustado!
Porque Allen ha conseguido lo más difícil: crear un universo propio. Un lugar adonde el espectador puede regresar a través de cincuenta y pico caminos distintos. Y ese refugio es una patria mecida por los libros, el humor, el sexo, la desesperación, la ambición, la poesía, las rupturas...
Con objeto de ofender, suelen dispararle: "Lleva una década haciendo la misma película". ¡Menos mal! Mort, su último personaje, es un escritor frustrado al que le torturan las grandes preguntas: ¿quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Para qué estamos aquí? ¿Qué es la felicidad?
Woody Allen sabe, como Raúl del Pozo, que la escritura de la biografía sólo ha empeorado desde Plutarco y que los interrogantes siguen siendo los mismos desde la magna Grecia.
Por eso, Mort y el resto de sus imaginados no hacen más que intentar sobrevivir al enfrentamiento con esas incógnitas. Unas veces el resultado es mejor y otras peor. Pero, ¿qué pasará cuando Allen abandone el cine? ¿Seguirán existiendo películas donde el diálogo gane por goleada al efectismo? Como no lo tengo claro, esquivé todas aquellas balas cargadas de desaprobación y disfruté hasta que la pantalla se fundió al negro.