“La primera víctima de la guerra es la verdad”. Es una frase célebre sobre cuya autoría, sin embargo, Internet no consigue ponerse de acuerdo: qué ironía. Pero, si hay un escenario bélico para el que la cita es especialmente cierta, ese es el de la guerra cultural, que se ceba en las instituciones que fueron edificadas para enaltecer la verdad.
Los partidos han degradado el currículo escolar a la categoría de trinchera, de modo que el conocimiento sea un objetivo supeditado a otros de mayor rango, como escribir el relato de parte en una guerra o sentar doctrina en materia de valores. Otro tanto ha sucedido con la justicia, de la que se habla igual que de la feria: según le va a uno en ella. Una sentencia por sedición puede ser desproporcionada o quedarse corta. Una por agresión sexual, ejemplar o patriarcal.
La corrupción se considera probada siempre en los otros, nunca en los propios. Y tras el levantamiento del cierre de una ciudad puede actuar el estado de derecho en marcha o la lucha de clases. Luego está la Ciencia. Despojada de verdad, solo parece el parapeto para eludir la rendición de cuentas en una pandemia que ha dejado ya 50.000 muertos y una ruina en ciernes.
Felipe González dijo una vez que “el liderazgo es hacerse cargo del estado de ánimo de la gente”, pero no encontramos tal hercúleo representante. Cuando no hay liderazgo que asuma los estragos materiales ocasionados por la realidad, la discusión pública se hace fecunda en la guerra cultural. Una guerra sin capitanes, donde primero causa baja la verdad y, después, las instituciones que se erigieron para ella.
La guerra cultural es una guerra trampa porque acaba mal para todos: la derrota lo condena a uno moralmente y la victoria expulsa al adversario de una causa, que ya no podrá ser común. Someter a liza la guerra civil o la transición es la evidencia de un fracaso: no somos capaces de compartir relato sobre algunos de los episodios más relevantes de nuestra historia reciente.
La pérdida de lo común es la decadencia de la nación, que es el “nosotros”. Y entre la enfermedad y la recesión se abre camino, levantada en tormenta de símbolos. Los símbolos de la nación son, por definición, bienes no rivales, porque su usufructo por unos no supone merma alguna a su disfrute por otros. La decadencia comienza cuando rechazamos compartir los símbolos con una parte del país: “Si es el Rey de Abascal no puede ser el mío”, “Si es el 8M de Montero no puede ser el mío”. La segunda situación puede suceder también a la inversa: “Si es mi 8M no puede ser el tuyo”.
La imposibilidad del nosotros es ya un grito atronador: cuarenta años después, hace falta otra reconciliación nacional.