Me encantan las revistas de moda, las revistas en general. Si no tuviera que trabajar para ganarme el pan, voy a confesar que me pasaría el día ojeando y hojeando. Las disfruto, descubriendo locales bonitos, leyendo a gente que escribe divinamente, viendo zapatos y bolsos carísimos y preciosos. También las sufro, principalmente ante anuncios de ropa que “Te quita dos tallas”, “Disimula tus caderas”, o “Te resta diez años”. Lo mismo con los peinados y el maquillaje.
Una, que dedica gran parte de su jornada laboral a contarles a las mujeres de qué va la autoestima, por qué la tenemos tan jodida y cómo podemos mejorarla, se pone de una mala hostia monumental ante semejantes titulares. El último hablaba del melenón de Jennifer López a los cincuenta y un años, una edad a la que se supone que, o llevas media melena, o no sabes lo que haces, alma de cántaro. Desubicada.
Lo peor es que estamos tan acostumbradas a leer mamarrachadas que no nos llaman la atención, pero deberían.
Así de entrada, convengamos en que cada una lleva la melena que le sale del cuero cabelludo, por decirlo elegantemente. De salida, los problemas no los crean los kilos, las caderas o la edad, sino la salud: la mental y la física, que son una, no nos engañemos. No nos engañéis. No es la talla: es el colesterol, la hipertensión, la diabetes. La tristeza de no ser como quieres ser, ya peses sesenta o ciento veinte.
Rihanna, que de tonta no tiene un pelo y que debe de estar hasta los ovarios de que hablen de sus carnes y de las de tantas, ha presentado a bombo y platillo, con desfile en Prime Video incluido, la segunda colección de su línea de lencería Savage x Fenty, con modelos de todas las tallas y razas. Un zasca que ojalá no nos sorprendiera, pero lo hace. Ojalá, además, ayude a normalizar lo que es normal.
Porque cuando hablamos de disimular, entendemos que algo está mal, que es erróneo y, además, nos referimos a la percepción externa de nuestro cuerpo, a la importancia demencial que le damos a lo que los demás piensan de él. No les conocemos, no les apreciamos, no sabemos cómo se llaman pero, ¡oh desastre!, sí perciben que nuestro culo es más grande de lo que alguien (que tampoco hemos visto en nuestra vida) dijo que debería ser.
Se nos olvida que, si queremos ser felices (por favor, queramos), el foco ha de estar en nosotras. Ojo, no en mi culo, no en mi melena, no en mis cincuenta tacos, sino en mis valores, mis gustos, mi diálogo interno. Todo eso que no nos enseñaron porque era más importante saberse los afluentes del Tajo, claro.
A la corriente inoculada durante siglos, la que nos envuelve en el qué dirán y las ansias de una perfección imposible e indeterminada, se le suman las imágenes en pantallas; la mayoría falsas, filtradas, fingidas, forzadas. Un montón de efes que nos empujan contra las comparaciones, siempre odiosas y siempre inútiles. Junto a las fotos, los textos que te indican que hay que arreglar esas tetas caídas o pequeñas, las patas de gallo, la lorza, la papada. Quién lo afirma, para qué tienes que hacerlo: todo un misterio ante lo único que cabe es dar media y vuelta e ignorar.
También cabría entonar un alto y claro ¡iros a la mierda!, que en el fondo es lo que ha hecho Rihanna, mostrando la otra cara de la moneda de aquellos archifamosos shows de Victoria's Secret, en los que mujeres que llevaban una semana sin probar bocado lucían cuerpos de mentirijillas.
Ya hablé sobre la belleza en otra columna, sobre la importancia de buscarla en cada gesto, al levantarnos todas las mañanas. Y resulta que la belleza no tiene edad, ni kilos, aunque sí peso. Deberíamos querer ser bellos siempre, pero bajo nuestro criterio y recordando que, como casi todo lo bueno, esto va de dentro a fuera.
La belleza no se inventa: se tiene y se disfruta. Se aprende. Es de colores, es auténtica, es heterogénea. Deslumbra, se impone a las críticas y, a veces, hasta empodera gracias a gente valiente. Gracias, Rihanna.