Hay días en los que todo el mundo habla de la distancia social y los test de antígenos. Son días normales y si no hablas de eso no eres nadie.
Ayer se me olvidó que era un día normal y me planté en Madrid dispuesta a hacer recados. A quién se le ocurre. Me cuesta distinguir entre los días normales y los días anormales. Aparte están los días con sorpresa, que son como el huevo kinder de una rifa que toca todo el rato. Sales de casa tan tranquila y vuelves con la multa incorporada.
No me quejo de vicio. Los últimos fines de semana han sido una locura. Me asomaba a la ventana y veía tres ristras de coches parados, como si fuera Semana Santa y se dirigieran a la playa de San Juan. La gente está zumbada. Qué quieren que les diga: para echarme a la carretera en busca de la segunda residencia tiene que haberme subido mucho la fiebre y el calentón.
Pienso todo esto resién levantada, cuando el amanecer ya ha perdido su rastro de luz violeta y en la radio suena Alsina recitando el santoral del día. No hay nada más excitante que escuchar los nombres de los bienaventurados mientras te tomas una cápsula de café etíope con una tostada de aceite. Afuera llueve intensamente y la hora violeta se convierte en hora turbia. Alsina cede paso a Fernando Ónega para que hable del confinamiento de Navarra, que es nuevo.
Por cambiar de conversación, la gente dice que todo ha cambiado y que nada volverá a ser igual. Tendrán razón. Yo no me veo repitiendo por enésima vez el ritual del besamanos de los Reyes. Y si yo no me veo, ellos, los Reyes, mucho menos.
Respecto a los saludos de la mano en el pecho, no tengo nada que decir. Son saludos elegantones, pero quien los ejecuta (palabro feísimo) parece que se ha tragado a Trump dentro de un bocata/ flauta.
Las mascarillas tardaron en imponerse, pero una vez conquistado el mercado (¿recuerdan la pesadilla? que llegan en avión, que no llegan, que son falsas, que no lo son) se han convertido en género de mercadillo. Las hay hechas a mano y a máquina, de algodón o de poliéster, quirúrgicas o de morro de pato, lisas o de flores, a cuadros o de rayas, de lunares o de palmeras.
Aparte está el mensaje. Y el medio. O tanto monta. El primer mensaje difundido sobre prendas de vestir data de los años sesenta y encontró su mejor soporte en las camisetas. El mundo entero fue invadido por el rostro del Che, Los Beatles y Ho Chi Min, más los lemas de Horacio y McLuhan.
Ahora les toca el turno a las mascarillas. Es el último soporte de nuestra cultura. Pedro abrió fuego con la bandera española y Pablo le siguió con su particular grito de guerra: "Sanidad Pública". Más oportuno, imposible.