“La razón por la que estoy grabando estas cintas es porque… ¡la vida es tan bonita…! Y uno, mientras la está viviendo, no se da cuenta de eso. Y es bueno poder recordarlo”. Algo así grabó, con su propia voz, Muhammad Ali, como se puede escuchar en el extraordinario documental de Clare Lewins I am Ali.
El boxeador estadounidense mantuvo un idilio con la existencia que en absoluto le resultó gratuito, ya que trabajó mucho para merecerlo, pero que le recompensó sobradamente. Tuvo nueve hijos a los que adoraba y fue tres veces campeón del mundo de boxeo.
Pero referirse a él como un gran boxeador, incluso como el mejor de todos los tiempos es, como dijo uno de sus más desmesurados rivales, George Foreman, “un insulto”. “Boxear es solo una de las cosas que hacía. Ali fue mucho más que eso: fue uno de los hombres más importantes de la Historia”, subrayó Foreman.
Pero la vida no es siempre -eso ya lo sabemos- una fuente de felicidad. Ni mucho menos. Para María José Carrasco, durante sus últimos años, vivir no era nada más que un suplicio insoportable e inevitable: quería morir, hacía mucho que deseaba morir, pero no tenía, ni siquiera, la autonomía suficiente para poder matarse. Así que, el 3 de abril de 2019, con sobradas pruebas de que lo hacía por ella, y porque ella se lo pedía, Ángel Hernández la ayudó a conseguir eso que sola era incapaz de lograr. Lo único que quería.
Ahora, la Fiscalía de Madrid ha presentado un escrito acusando a Hernández de un delito de cooperación al suicidio y solicita para él una condena de seis mes de prisión, si bien anuncia que no se opondría a un potencial indulto.
Carrasco, diagnosticada de esclerosis múltiple en 1989, sufrió un progresivo deterioro físico que, hacia el final de su vida, se convirtió en una tortura permanente. Aunque sus capacidades intelectuales permanecían intactas, dependía absolutamente de los demás para cualquier cosa, y soportaba dolores agudos constantes.
Para ser un gran hombre, no hace falta ser campeón del mundo de ninguna disciplina. Basta con hacer eso que hacen los grandes. Ali hizo feliz a un niño que le visitó, y que padecía leucemia. El boxeador le dijo que ganaría un combate que iba a disputar muy pronto, y que él vencería al cáncer. Esta vez el campeón, que solía jugar a adivinar el futuro y acertar cuando se trataba de boxeo –“le tumbaré en el cuarto”–, se equivocó con respecto al niño. Pocas horas antes de morir, lo visitó una última vez. Ali seguía pensando en ganar su batalla, pero el chico se había retirado ya de la suya: “Iré al cielo y le diré a Dios que conozco a Muhammad Ali”, le sonrió el chaval, debilitado, blanquísimo, sin pelo, pero muy orgulloso del amigo que tenía. Casi en paz.
El ángel Hernández acercó el pentobarbital sódico a su esposa, y ella lo absorbió. Fueron solo diez minutos, y ahí acabó su dolor. Empezaba, en ese momento, un nuevo período en el que Hernández debía conjugar la tristeza de la pérdida de su cónyuge, la liberación final de la cárcel que ella había habitado tantos años y las objeciones jurídicas que suponía su comportamiento en función de la literalidad de la ley. Pero lo que hizo este hombre de 71 años es lo que hacen los grandes: una heroicidad.
Es urgente modificar la Ley. Carrasco mereció una muerte digna y segura. Una muerte programada, consensuada, confortable. Un final superlativo en lo bueno y extremadamente corto en miserias. Una muerte sin escondite, y por supuesto sin culpables. El único, si acaso, la enfermedad.
Mi vida es mía -¿de quién, si no?- y pretendo, al final de los días, hacer con ella lo que me dé la gana. Lo que evite dolor innecesario; lo que haga fluir mi cuerpo y mi mente hacia otra dimensión, si hay. Lo que calme a quienes me rodeen; lo que permita que mi paréntesis en el planeta concluya en la menor de las tragedias. Lo que deslice mis últimas horas hacia una paz insólita, con suerte la más deliciosa que haya vivido hasta entonces. Si consigo hacer todo eso, tal vez, sin ser campeón de nada, sin ser ángel de nadie, quizá también consiga hacer al menos una de esas cosas que hacen los grandes.