La cosa está chunga, hay que reconocerlo. La economía es esa bola que se nos escapa cuesta abajo, haciéndose cada vez más grande y los que han de rescatarla no han entrenado lo suficiente, por no decir nada, lo cual es bastante indignante.
La realista que soy se dice a sí misma que es lo que hay, así que nos tocará solucionarlo a nosotros. Nosotros somos los de a pie, los que nos levantamos cada mañana para ir a currar, para así ganar dinerillos, mantener a nuestra familia y, ya de paso, a los que no han entrenado lo suficiente. Qué sistema más raro, la verdad.
La optimista que soy se consuela pensando que también esto pasará y se pone a pensar en maneras de minimizar la debacle a título personal. Parto con ventaja, lo admito: vengo de una familia que se salió de lo establecido para inventarse su fuente de ingresos. He crecido viendo cómo diseñaban sus maneras de vivir y sobrevivir. La creatividad; la fijación de objetivos; la necesidad de tomar decisiones, no mañana ni pasado, sino ahora porque, de lo contrario, esto se va a la mierda; presupuestos, sueños y estrategias mezclándose a todas horas en las conversaciones familiares. Menos mal.
La seguridad de que, para bien y para mal, mi sustento depende de las vueltas que le dé a mi coco, lo bien que conozca el mercado y lo acertado de mi producto me tranquiliza, por increíble que pueda parecer. Y es que, al menos, entiendo cuáles son las reglas del juego, cosa que no le pasa a la mayoría de los mortales españoles. De ahí que nos sintamos más tranquilos si el sueldo nos lo paga otro que si nos lo pagamos nosotros. Segunda rareza en lo que va de columna.
Servidora terminó dos carreras y algún máster y jamás, en las dos décadas que pasé estudiando, me enseñaron a detectar en qué era diferente y mejor para así potenciarlo y vivir de ese cóctel único que somos. Tampoco me contaron que lo suyo es establecer unos objetivos financieros a corto, medio y largo plazo. Nadie, jamás, me indicó cómo elaborar un presupuesto ni cómo calcular cuánto vale mi hora de trabajo. Tampoco, por supuesto, cursamos una asignatura de gestión del tiempo. Teniendo en cuenta que es el bien más escaso y valioso, estaría bien que supiéramos cuánto vale y cómo sacar el mejor provecho de él.
Claro que, viviendo en un país donde lo que cuenta no es lo productivo que eres, sino el tiempo que pasas calentando la silla, los despropósitos se entienden. Dejan de entenderse cuando llega una pandemia y te echan del trabajo, o cuando sientes que estás tan hasta las narices que no soportas ni un día más en ese despacho. Te vuelves majara porque en tu cabeza solo existe esa silla caliente y no tienes ni puñetera idea de cómo sobrevivir si no es sobre ella, por mucho que te queme el trasero.
Otra cara de la moneda de esta incultura financiera generalizada es la de quien sigue trabajando durante doce horas al día, cual hámster en la rueda, sin saber con claridad cuánto gana, pero intuyendo que mucho menos de lo que sería razonable. Tampoco entienden qué es lo razonable, claro, porque nadie se lo ha dicho ni él o ella han intentado calcularlo, vaya a ser que se peguen un susto.
Nos han educado para que no volemos del nido, básicamente. Tú quédate aquí, que yo te voy alimentando. Eso sí, con la frecuencia y en la cantidad que a mí me dé la gana. Tú no decides. Y eso es horripilante. Porque no tener el control sobre tu tiempo y tu dinero es estar a la intemperie y en pelotas.
Que nosotros andemos desplumados es preocupante, pero lo es mucho más el hecho de que los que deciden anden igual o peor. El sentido común brilla por su ausencia. La sordera ante otros más preparados que ellos es señal, no solo de su ignorancia, sino de su prepotencia.