Uno se atreve a suponer que Quim Torra nunca soñó, en ningún sentido de los que pueden darse a ese verbo, con que personas comprometidas con esa República Catalana a la que se lo ha dado todo —a cambio de una módica pensión vitalicia— se refirieran a él con calificativos que le achacan del modo más ofensivo posible un impedimento cognitivo. Tampoco debió de soñar con que esas conversaciones, grabadas con autorización de un juez, llegaran a todos los medios, tras levantarse el secreto del sumario correspondiente, y a través de ellos, exceptuando sólo los incondicionalmente afines, al público en general.
La situación no puede ser más antipática y desairada, tanto para él como para el líder prófugo del que ejerció de vicario en la tierra, porque estas revelaciones vienen acompañadas de otros descubrimientos —todavía por indagar y confirmar, que hasta la sentencia todo es supuesto y provisional en un proceso— acerca de posibles coqueteos de su gente de confianza con los servicios o intermediarios de una potencia cuya hostilidad hacia la Unión Europea ha quedado patente con cierta frecuencia de un tiempo a esta parte.
Al europarlamentario Puigdemont se le va a poner un poco cuesta arriba hacerse esas fotos que tanto le gustan con la bandera azul del círculo de estrellas. O bueno, puede seguir haciéndoselas, pero le va a costar que nos las creamos o que no las interpretemos como un ejercicio de hipocresía supina.
Sin embargo, hay un sueño que sí que nos consta que Torra tenía, porque no se privó de expresarlo en voz alta —no en una, sino en varias ocasiones—, y que se le ha cumplido estos días, si bien a título póstumo. Lo dijo en la primera oleada y lo volvió a proponer en los inicios de la segunda, cuando en la Comunidad de Madrid la curva de contagios empezó a apuntar hacia arriba.
En ambas coyunturas, demostrando lo cara que le era la idea, propuso que Cataluña se cerrara al exterior, para no importar la infección mesetaria. En ambas oportunidades se le dijo que la petición era grosera e improcedente. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, acuñó aquella frase que tan bien recordamos: "el virus no entiende de territorios". Lo que traducido a la lengua coloquial venía a querer decir: "no quiera usted aprovechar que el virus pasa por Valladolid para levantarle a Castilla la frontera que tanto les apetece a ustedes interponer con nosotros".
En la segunda oleada parece que esas razones ya no valen: debe de ser que el virus nos ha tomado la matrícula a los que habitamos en la Península Ibérica y ha aprendido a discernir las diferencias y disensiones que nos impiden remar a todos a una.
El estado de alarma vigente, diseñado a la medida de lo que le reclaman al Gobierno central las autoridades autonómicas, o mejor dicho aquellas dirigidas por partidos cuyos votos pueden hacer falta para cuadrar las cuentas, ha consagrado la opción de erigir fronteras interiores para gestionar la pandemia, aunque muchas personas tengan que cruzarlas a diario para trabajar y no quede demasiado claro que tenga sentido impedir que alguien vaya del punto A al B cuando la situación epidémica en ambos es semejante. Y menos sentido aún tiene, como ya ha señalado con lucidez incontestable el presidente extremeño, Fernández Vara, emplear a miles de policías y guardias civiles para cerrar una comunidad, quitándolos de la vigilancia de los delincuentes que se siguen moviendo por dentro o del control del efectivo cumplimiento de las medidas de distancia personal, que son las que al final previenen el contagio y la expansión del virus.
Pero así es como estamos. Cumpliendo el sueño de Torra. Y más cosas estupefacientes que veremos, al paso que vamos.