En el momento de escribir estas líneas el actual presidente de los Estados Unidos, Donald John Trump, no ha concedido aún la victoria de su oponente, el candidato demócrata y antiguo vicepresidente Joe Robinette Biden.
Sin embargo, se acaba de saber que sí lo ha hecho el comunicador Rush Limbaugh, desde hace décadas el oráculo del conservadurismo estadounidense. Si Limbaugh lo da por electoralmente muerto, ya puede Trump ir desfilando a ocupar su lugar en la historia, por mucho que se empeñe en sobrevivirse y en enredar hasta la extenuación con su ejército de abogados.
Primero fue la frialdad de la cadena Fox, que le ayudó hace cuatro años a alcanzar la presidencia, como cuenta, de manera brillante e inquietante, The Loudest Voice. Luego, el silencio pétreo del partido republicano, en cuyas filas parece percibirse más el alivio por librarse del individuo que les ha enajenado la candidatura presidencial y los ha reducido poco menos que a la condición de palmeros de sus exabruptos.
Ni siquiera parece que Trump pueda poner sus esperanzas en el Tribunal Supremo, que poco antes de las elecciones tuneó a su medida por si se daba el caso que se está dando. Si uno se pone en la piel de esa juez que tiene garantizadas tres décadas de residencia en el Olimpo judicial de su país —y hasta cuatro, si disfruta de buena salud— nada parece menos apetecible que gastarse y desacreditarse en apuntalar a un tipo que ya lo tiene todo en contra y que desde la misma noche electoral ha dado un espectáculo lamentable, con argumentos extravagantes y traídos por los pelos que lo acreditan hora a hora como perdedor. Más tentador es hacer constar su independencia y dejarlo caer.
La única incógnita es hasta dónde está Trump dispuesto a propiciar un estallido de violencia que saque al país del apacible itinerario constitucional que lo conduce ya hacia el relevo en la Casa Blanca. También cómo reaccionarán los republicanos que no han perdido como él las elecciones, que se disponen a ocupar sus sillones senatoriales, en el Congreso o las magistraturas de los distintos Estados, y que tienen entre poco y ningún interés en seguir hacia el precipicio a un energúmeno fuera de sí. Y por último, hasta qué punto esas masas airadas con las que parece contar para que lo defiendan estarán dispuestas a echarse a la calle para mantener en la presidencia a alguien que, según sus medios y gurús de referencia, ha perdido las elecciones.
El problema que tiene Trump, además de su ego y su clara incapacidad para admitir su derrota, es que fuera de la Casa Blanca su futuro personal es entre incierto y poco halagüeño, y eso puede empujarle a intentar alguna maniobra desesperada y en cualquier caso estimula su resistencia numantina a aceptar que, igual que el sistema lo aupó por poco en 2016 al lugar que ocupa, ahora, también por un margen pequeño, pero suficiente, le señala el camino de su casa y le otorga a su contrincante el derecho a gobernar durante cuatro años a sus compatriotas.
Tal vez tenga la tentación de pensar que igual que los demócratas no supieron perder en la hora de su triunfo, y se han pasado cuatro años ridiculizándolo, le asiste ahora a él el derecho a no saber perder y arrastrar los pies todo lo que pueda. La diferencia es que a él nadie le negó el derecho a hacer valer su victoria, y ni siquiera le obligaron a pleitear para que se le reconociera.
Cabe dudar que un hombre como él tenga algún consejero sensato con capacidad de hacerle reconsiderar sus errores. Si lo tuviera, le recomendaría terminar su periplo presidencial con eso que no ha sabido tener en cuatro años: un gesto de elegancia.