Esta semana llegué tarde a la vida otra vez y engullí Normal People, una serie radicalmente hermosa y escueta que dignifica el amor adolescente y lo llena de trascendencia, de matices y de dolor: lo subraya como un dantesco moldeador del carácter -que es el destino-, por si aún hay alguien tan amargado de pensar que en los años núbiles uno sólo ama con el genital y que pasamos de puntillas por los primeros morreos y los primeros desencantos. No, hombre, no. Una experiencia iniciática de esas puede reventarte el tórax. Es un torno para siempre: te deforma.
Digo que la engullí porque la consumí bulímicamente, en dos noches, como intuyo que hace la gente estas cosas -a las que sólo soy una aficionada reciente-: siempre he pensado que los que viven enganchados a una serie y a otra con cierta ansiedad deben de tener unas vidas de mierda. Ahora lo he confirmado: mi vida también es una mierda y he hecho lo esperable. Masticar ficción audiovisual, que no requiere tanta implicación intelectual como la lectura y además proporciona cierto placer inmediato. Voy siguiendo sus miguitas de pan. Seré buena en el redil. Mañana no me acordaré de nada.
La serie, eso sí, es perfectamente descorazonadora y genial: está basada en la novela de Sally Rooney y narra el romance intermitente de Marianne y Connel, que se conocen en el instituto y se observan en silencios llenos de elocuencia. Ella es una niña rica con una familia desestructurada; él, hijo de una madre soltera que le adora y que trabaja como limpiadora en la casa de Marianne.
Ella es un cráneo privilegiado pero una inadaptada en clase: es arisca, soberbia. Él es un raudo lector, un notable deportista y un chaval popular cuyo gran éxito reside en no mojarse nunca. En no dar su opinión. Ella es una adicta al dolor porque la han hecho pensar que es lo que merece. Él, un tipo con dificultad para expresarse.
La tesis, siendo tan poco rompedora, sirve para recorrer los grandes condicionantes del amor: la familia de origen -lo que nos lleva a una de mis preguntas favoritas: ‘¿qué tienes tú de tu padre y qué de tu madre?’, porque de ahí sale casi todo-, los traumas infantiles mamados en casa, la química y las fantasías sexuales, la clase social -y sus complejos, y sus revanchas-, el grupo de amigos como reafirmación de la personalidad, el talento y las ambiciones. Todas esos factores pueden unir a dos personas o separarlas para siempre. Las combinaciones son infinitas. Las maneras de fallar, también.
Lo de Paul Mescal -Connel- es un jaleo: un torso pálido y muscular del Renacimiento donde arrancan todas las incomprensiones. Daisy Edgar Jones -Marianne- es de una belleza melancólica, pesarosa. Cada vez que sonríe siento vértigo: es como un puñetazo en el estómago. Es como si siempre estuviese un escalón más abajo de la alegría; es como si nunca pudiese llegar a ser feliz.
La serie abraza dos cosas interesantes: una, el esponjoso mundo del reproche -y todas las formas diminutas que existen de herir a una persona, de deshonrarla-, como ya hacía La clausura del amor de Pascal Rambert. Dos, nos cuela magistralmente el mito de que hay un gran amor en la vida con el que nos desencontramos y que se camufla en forma de amistad porque, sencillamente, “no puede ser”, estilo Cuando Harry encontró a Sally.
Aquí está la almendra del asunto: en esta vieja estafa romántica que ha sustentado siglos de literatura y de arte. En este truco narrativo que nos condena al pagafantismo, a la sumisión, al autoengaño y a todas esas cosas que tú, cariño, ya conoces muy bien.
Nos han dicho que el amor es complejo y oscuro, que a veces lo importante no es la persona sino el momento en el que te encuentras con ella, nos hemos comido que la sentimentalidad ha de tener siempre un sentido trágico, que quien algo quiere algo le cuesta, que las cosas son más puras cuanto más espinosas. Al que más y al que menos le conozco un romance estilo Normal People: ahí una pareja de pseudoamigos que tuvieron algo en su momento que no prosperó y ahora son los cómplices definitivos.
Si el otro se echa pareja, se ponen celosos; te digo más, si el otro se casa o tiene un hijo montan un pollo de tres pares de narices pero tampoco, jamás, ni aunque les apunten con una pistola en la nuca, dirán lo que sienten. Porque en el fondo no quieren nada. Nada. Sólo aceptarán que el otro tenga un noviazgo cuando estén muy seguros de que ellos son los primeros, de que ellos tienen en su mano romperlo, de que el 'nuevo' es sólo un decorado. Un entretenimiento para que la vida se agilice, porque después, más tarde, quién sabe si a la vejez, los dos pseudoamigos se encontrarán y se reelegirán de una vez por todas.
La verdad es que no pasa, porque antes de que llegue ese momento -el clásico "si a tal edad no estamos con nadie, estaremos juntos"- siempre aparece algo lo suficientemente fuerte para reventar esa promesa. Porque esos mecanismos son más viejos que el sol. En psicología se llaman "refuerzo intermitente" y muestran su eficacia hasta los ratones. Son muy poderosos, claro, dado que lo que no llega a pasar siempre es más perfecto que lo que realmente pasa. Por eso, esa pseudoamistad chispeante pero cobarde a la vez -no existe una palabra en castellano para nombrarla- gana siempre frente a cualquier noviazgo real. Consumado.
Basta de perder el tiempo con esta ilusión estéril: quien quiere estar contigo, quiere estarlo ahora. Quien quiere estar contigo no te aplaza. Quien quiere estar contigo no deja pasar la vida sin ti. Sólo en las películas -o en esta serie- alguien puede ser tan imbécil como para descubrir que quiere algo pocos años antes de la impotencia. Sólo un idiota se entretiene con estímulos lúdicos y huecos y coloca en espera al gran amor. El amor no permanece caliente. Lo que no se ama ahora, se pudre. Lo demás son sólo excusas para uno mismo. Son formas de convertir un "no" en un "quizás más tarde".