Ha registrado esta semana, en dos cámaras separadas por mil quinientos kilómetros de distancia, sendos episodios en los que se acredita que el destino final de aquellos que hacen de la hipérbole su retórica cotidiana están condenados, después de algún tiempo de impacto más o menos aparente, a provocar en quienes los han de escuchar –o no– una indiferencia que tiene que ver con la tolerancia que el ser humano acaba desarrollando frente a las sustancias con las que se trata de soliviantarlo.
En la carrera de San Jerónimo, el día en que el Congreso de los Diputados aprueba por holgada mayoría una ley por la que se despenaliza la eutanasia, en supuestos muy tasados y con una serie de cautelas y salvaguardas que la convierten acaso en la más prudente de las existentes en el mundo, alguien sube a la tribuna para decir que lo que anima la reforma es la pasión por la muerte de quienes la han promovido. Del amor a la muerte hay entre nosotros y en nuestra Historia algún señero ejemplo, pero no parece morar precisamente en el campo ideológico al que se adscriben los impulsores de esa ley, sino más bien en los aledaños de quienes la descalifican como oda a la letalidad.
Paradojas aparte, quedan en el diario de sesiones y también en la videoteca estas intervenciones hiperbólicas y desaforadas, que poco o nada cambian en la percepción de una población que muy mayoritariamente está a favor de la reforma y comprende el sentimiento humanitario que la mueve. Dentro de no muchos años, tendrán el mismo prestigio y levantarán, más o menos, el mismo fervor que hoy suscitan las de aquellos tribunos que se opusieron a la ley de divorcio o al matrimonio homosexual.
Otro tanto puede decirse de lo acontecido en estos mismos días en la sede bruselense del Europarlamento. Allí, un huido de la justicia, que se beneficia de una protección especial que hasta la fecha le ha ayudado a eludir la responsabilidad por sus actos tipificados como delitos –por los que otros cumplen condena–, se marca una diatriba contra Europa que, arrancando del drama innegable del Mediterráneo, toma un desvío para señalar la opresión en la que vive una comunidad autónoma española que hasta hace dos días presidía un simple mandado suyo y donde a esta fecha su partido sigue formando parte del gobierno.
La destreza como opresores de los españoles corre pareja a su competencia como genocidas, aspecto destacado por estas mismas fechas por una tuitera estadounidense, y que, sin negar los abusos consustanciales a toda colonización, puede evaluarse comparativamente observando los rasgos de quienes acceden al Despacho Oval y quienes han ocupado palacios presidenciales en Bolivia, Venezuela o Perú. Tan oprimida y tan violentada está Cataluña por España que, sin haber conseguido nunca alcanzar los partidarios de independizarse la mayoría de su población, la independencia monopoliza su agenda pública, y que siendo el español o castellano la lengua primera de elección de más de la mitad de los catalanes, se la erradica casi de la escuela.
Lo malo de las hipérboles, ya lo venimos diciendo, es que acaban por no hacer efecto alguno. Pudo Puigdemont durante un tiempo despistar a europeos del norte mal informados. Han pasado los años, han visto y han leído más reportajes, hechos por periodistas que se han tomado más tiempo para prepararlos, y ahora ya saben lo que hay. El otro día lanzó su soflama ante la pulida madera de un hemiciclo vacío hasta la humillación.
El tiempo nos va poniendo a todos en nuestro sitio. Y a los que echan mano de la hipérbole, mucho antes que al resto.