Siempre he creído que la mejor manera de avanzar en el conocimiento, de madurar como sociedad, corregir errores o paliar injusticias, es el sano intercambio de ideas y argumentos. No se me ocurre mejor modo de acercar posturas, de rectificar o reafirmarse, que la de exponer, defender y compartir tesis con aquellos que opinan diferente. Incluso -o, mejor dicho, especialmente- cuando se trata de temas delicados o polémicos. Por eso precisamente creo fundamental defender la libertad de expresión.
Como sostenía Nick Hume, “la libertad en libertad de expresión implica reconocer que la libertad de expresión es también para los idiotas, los fanáticos y los otros. Como todas las libertades verdaderas, la libertad de expresión es un derecho indivisible y universal. Lo defiendes en todo o no lo defiendes para nada”. Sin pretender llamar idiota a nadie, Robocop me libre, yo es por eso mismo por lo que la defiendo en todo. Porque creo firmemente, además, que defender la libertad de expresión cuando estás de acuerdo no tiene ningún mérito.
El verdadero ejercicio de tolerancia es el que hacemos al defenderla, precisamente, cuando no estamos de acuerdo con lo que se dice.
Por eso, desde que el jueves se aprobó en el Congreso la ley que despenaliza la eutanasia, me he visto envuelta en diferentes y animados debates al respecto. Por eso y porque a mí me gusta discutir, no lo voy a negar a estas alturas. Yo, que estoy muy a favor de que nadie se vea obligado a alargar su estancia en este mundo más allá de su voluntad si su sufrimiento le parece inasumible, y que tampoco creo que ese deseo deba condenarle a hacerlo en la clandestinidad, sin una asistencia que le garantice los resultados y la calidad del proceso, y sin que la participación de una mano amiga pueda conllevar para esta problemas, defendía vehementemente -el Mediterráneo corre por mis venas como si me llamara Joan Manuel- tal medida.
Lo que me ha sorprendido -y decepcionado- es que los argumentos esgrimidos para atacarla no van más allá de la posibilidad de liquidar enfermos o ancianos en contra de su voluntad o de ahorrar dinero en paliativos. Leída la ley, me parece lo suficientemente prudente como para que lo primero no ocurra sistemáticamente y, en cuanto a lo segundo, no veo la correlación entre una cosa y la otra. ¿Existe tal posibilidad? Supongo que sí, por supuesto. El mal siempre se cuela por alguna rendija. Pero el mal, ya lo decía Safranski, es el precio de la libertad. Y a mí no me parece mal peaje. Preferiría pagar en corticoles, pero es lo que hay.
Entiendo las reservas morales, que existen y no son cosa baladí, pero para mí, que lo que más miedo me da en la vida es perder a mis seres queridos, no alargar su sufrimiento en contra de su voluntad, yendo eso contra mi propio deseo de tenerlos siempre a mi lado como sea, me parece el mayor acto de amor y generosidad llegado el caso.
Sería capaz de comprender mejor, de verdad os lo digo, a alguien que con toda sinceridad me dijese que considera que la vida es un bien irrenunciable y que, sin necesidad de más elaborado razonamiento ni justificación, se declara manifiestamente en contra de la eutanasia. Yo, ante un “por mis huevos toreros” me quito el sombrero y no discuto.